El hombre es un animal sacralizador: a poco que se emocione
con algo, -sea la silueta de un monte, una historia curiosa o un personaje
singular-, rápidamente se inventa una leyenda, organiza un rito o levanta un altar para
conmemorar su entusiasmo. O en estos nuestros tiempos, y sin ir más lejos, saca
la cámara y dispara una foto para eternizar el motivo de su sorpresa y alegría.
Con todo, por encima de sus hallazgos están sus propias
invenciones; así que el rango superior de su capacidad sacralizadora recae en
las ideas y divinidades que imagina: ideas y divinidades a las que, de
inmediato, reserva siempre los mejores lugares y erige sus mejores
construcciones.
El problema es que cuando esas invenciones caen en
desgracia, el abandono o la ruina de los edificios a ellos consagrados producen
un extraño desasosiego. Al observador de nuestro tiempo le cuesta imaginar que
algunas de las más significativas iglesias y los más grandes conventos llegaran
en su momento a convertirse en cuadras, almacenes o ruinas. Pero así fue
ciertamente, y una investigación seria y una exposición bien documentada sobre
el grado de deterioro y abandono al que llegó nuestro patrimonio religioso,
depararía no pocas sorpresas y mucho conocimiento.
Si algunos de esos edificios consiguieron llegar hasta
nosotros fue porque la Historia del Arte, hija natural de esa Ilustración que
hizo caer en desgracia a santos y dioses, dio en coleccionar y sacralizar otra
vez aquellos edificios antaño sagrados, y aceptó reinstalar en ellos a sus
dioses y santos primitivos para darles mayor rigor histórico; y sobre todo, porque
recolocó en ellos a sus sacerdotes, para asegurar un mantenimiento barato y
para que todo pareciera mucho más real -como en los museos etnográficos.
Pero ni en San Millán de la Cogolla ni en Santa María la
Real de Nájera, las exiguas comunidades religiosas que los volvieron a ocupar
pudieron hacerse cargo de tan inmensos edificios, y durante el siglo XX los habitaron
con más pena que gloria. Dineros públicos y arquitectos rancios o iluminados
venían caprichosamente desde Madrid de la mano de la Dirección General de
Bellas Artes, a rasgar aquí o a reponer allá, al son de las diversas teorías de
la restauración.
Con el invento de Autonomía como nueva diosa fin de milenio,
nuestros viejos y sagrados lugares -de la religión primero, y de la Historia
del Arte después-, han pasado a ser también lugares sagrados de esa Autonomía
que ahora los ofrece a propios y a extraños con la doble vitola de señas de
“nuestra identidad” (histórica) y “máquinas de hacer dinero” (turístico).
La reapertura de Santa María la Real de Nájera para la nueva
diosa político turística, respetando los derechos de los curas y con los
permisos y las bendiciones de los historiadores del arte, ha supuesto unas
cuantas operaciones estéticas de performance en este verano del 2005 que es
preciso (y precioso) documentar.
En primer lugar, conforme a una estética basada en la
deconstrucción, se han colgado por entre casas y calles de la ciudad de Nájera
grandes fotos de elementos parciales del edificio resacralizado dando a
entender que el viejo convento se ha inflado, expandido y multiplicado. Se
produce así el curioso fenómeno de que es mucho más interesante, cómodo y barato
ver la sillería de Santa María la Real en la mismísima Calle Mayor que en el
propio coro de la iglesia donde, por cierto, está parcial e irritantemente
iluminada.
En segundo lugar, se ha intervenido en el propio espacio
ceremonial de la iglesia, rompiendo su unidad, mediante la instalación en el
centro de la nave principal de una caja opaca por fuera y negra por dentro
desde el que poder ver el retablo como en un minicine. Se consigue de ese modo
que el visitante entienda que el nuevo recorrido ritual no es el del gran eje
que nos lleva al altar sino el sinuoso vagabundeo del turista por entre
sepulcros, naves fragmentadas o espacios museísticos.
Al respecto, en una nave
lateral se ha dispuesto una hilera de vírgenes en pedestales de museo en vez de
en altares, y se han proyectado rótulos sobre las paredes y personajes
históricos sobre pantallas para dar al recinto un aire multimedia.
Tras enseñar al visitante la verdad histórica de algunas de aquellas
incursiones de la Dirección General de Bellas Artes en el monumento (torre y
espacio Bellosillo/ las de Chueca han quedado definitivamente ocultas sobre el
cielo raso), en tercer lugar se han instalado en el claustro alto una serie de
extrañas simulaciones de un escritorio medieval, una bodega, una farmacia y
hasta una viña (¿qué hará una viña dentro del convento?) para intentar explicar
la antigua vida monacal desde una estética de plató de televisión o teatro de
vanguardia.
Sin embargo, el único vestigio real y verdadero que aún queda de la
regla benedictina del “ora et labora”, es decir, la hermosa huerta ubicada
entre el claustro y el convento, sigue oculta al visitante por una tapia alta,
probablemente erigida en los tiempos de la ruina y el abandono.
Finalmente, las arquerías del espléndido y recién restaurado
Claustro de los Caballeros se han utilizado en dos de sus lados como un espacio
museístico (donde, dicho sea de paso, piezas hermosas y valiosísimas, como la
arqueta de Bañares, se muestran en similares condiciones que facsímiles o
modestas piezas arqueológicas, religiosas o etnográficas), mientras que en los
dos restantes lados, algunos elementos arquitectónicos renacentistas aparecen
subrayados por la decoración moderna de unos chapones negros. Completan la
intervención unas flores de espejo y cristal de dudosa imitación aaltiana que,
como dice en el rótulo puesto al efecto, intentan que el patio del claustro
pudiera entenderse como un nuevo jardín del Edén.
A juzgar por las cifras de visitantes y por el entusiasmo
unánime de la prensa local, la operación ha sido un éxito rotundo, y todos
compartimos las sonrisas de felicidad de visitantes, políticos y hosteleros.
Ahora bien, dado que las intervenciones reseñadas tienen
fecha de caducidad y que el hombre sigue siendo un animal sacralizador, uno se
pregunta no sin cierta preocupación por el rumbo o el destino de este tipo de
lugares sagrados y por los futuros procesos de sacralizaciones a que nos pueden
llevar.
Ciertamente es un alivio que la puesta de un lugar así al servicio de
Autonomía y de Turismo sea tan breve; pero tras un proceso tan exitoso ¿no da pena
que el edificio vuelva a los lánguidos años de un convento semivacío y de una
explotación turística pueblerina? O aún peor: ¿y si a alguien se le ocurre que
ese escritorio, ese minicine, esas vírgenes en hilera, esa bodega, ¡esa viña!,
esas flores de cristal o esos chapones negros de las paredes del claustro, son
la verdadera expresión de la modernidad y del futuro, y deciden dejarlos allí?
Sea como fuere, lo importante es haberlo visto, haberlo contado
y, por supuesto, haberlo fotografiado. A mayor gloria de los nuevos dioses y de
nuestra capacidad sacralizadora. Amén.