En 1994 La Consejería del Medio Ambiente publicó un libro
sobre árboles y arboledas de la Rioja que celebré con un buen puñado de
excursiones y en el que lamenté que no estuviera incluida “la encina de la
Lomba”. No es que por haber salido en ese libro algunos de los más venerables
árboles de La Rioja estuvieran más protegidos (a los cedros del Espolón, por
ejemplo –pag 112-, no les sirvió de mucho haber sido incluidos en él) pero es
posible que con un poco más de atención pública, quienes destruyeron aquella
singular encina veinte años después de que el libro fuera editado, igual
se lo hubieran pensado dos veces.
Como pueden ver por la ilustración que acompaña estas
líneas, la “encina de la Lomba” no era un árbol singular por su antigüedad o
por su rareza botánica. Era una simple encina -o más bien tres, como pude
comprobar cuando un día me acerqué hasta él...-,
...pero su excepcionalidad radicaba
en su ubicación, en su aislamiento en una gran finca de cereal al otro lado del
barranco de Santa Lucía de Ocón. Una
cualidad, la de la ubicación, que los ecologistas o naturalistas no parecen
tener tanto en cuenta como aquellos que miramos los paisajes buscando puntos
visuales de apoyo o incluso referencias humanas. La “encina de la Lomba” era
para todos los que la hemos contemplado con interés y emoción (y me acuerdo en
especial de mi amigo Carlos Lloret que siempre la elogiaba cuando venía a Santa
Lucía) algo así como un punto de apoyo en el que la mirada evitaba perderse
cuando se mira vagamente el paisaje. Un nodo,
un vórtice, un ojo, una pupila.
El año 2014 fue muy triste para mí. Durante sus largos meses
estuve pendiente de la lenta muerte de mi madre, que aconteció justo después de
navidad. Y seguramente por ello apenas presté atención a otras desapariciones
menos íntimas o personales, como la de la ”encina de la Lomba”. Me pasó lo
mismo con el horror de la plaza de mi pueblo, Anguciana, construida durante los
meses en que mi padre se moría. Y así, cuando veo la desolación de esa plaza o
la ausencia de la ”encina” en la finca de enfrente de Santa Lucía, no puedo
dejar de pensar en lo íntimamente ligadas que están a las ausencias de quienes
me dieron la vida.
La Lomba era una gran finca de cereal de una tierra bastante
pobre y pedregosa que solía quedarse en barbecho entre cosechas para ser
pastada por las vacas. Según me contó el
anciano pastor de Santa Lucía cuando finalizaba el siglo pasado, todo el monte
de la margen izquierda del barranco estuvo cultivado cuando él era niño pero
con la regresión del campo había vuelto a revertir en bosque de encinas. Todo,
menos la gran “Lomba” que seguía ahí con su encina en medio, como un enorme
dinosaurio de otra época.
Las nuevas técnicas agrícolas y la expansión del viñedo han
transformado radicalmente el destino de la finca arrasando (por veinte
miserables cepas…) la encina que la singularizaba. Huyendo de la monotonía de las hileras de alambres por donde crecen
las vides, la atención del contemplador se desvía ahora hacia la parte inferior de
la Lomba donde han construido una gran balsa para el riego por goteo con una
lámina negra de impermeabilización, y donde resuena en el barranco un motor de
gasoil durante innumerables días y noches de verano.
Yo no tengo nada contra el devenir y el destino (nada se
puede tener contra eso), pero sí tengo un mensaje para todas esas gentes que
quieren hacer de los viñedos riojanos Patrimonio Cultural de la Humanidad: que
ahí en la Lomba, donde ya no está aquella hermosa encina, tienen un buen borrón.
(artículo remitido a la revista Piedra de Rayo en octubre del 2017, que por la jubilación de su director tiene visos de quedar sin publicarse en papel)