(penúltima colaboración para el programa Longitud de Onda de Rne Radio Clásica. Aquí el borrador previo a la emisión en directo del 9 de mayo del 2018)
Eso que llamamos la Gran Música, es decir, la Música
Sinfónica, la música hecha por esa gran máquina excepcional que es una orquesta
sinfónica, es lógico que se ejecute en grandes espacios o en arquitecturas
magníficas, como los teatros más amplios de las grandes ciudades, los
auditorios de los que hablamos hace unos cuantos programas, o incluso en los
escenarios de edificios pensados para las óperas. Con Brückner y con Mahler,
verdad, esas enormes máquinas de sonido que son las orquestas sinfónicas habían
llegado a tener más de cien músicos sobre el
escenario, por no hablar de las decenas de cantantes de las corales
cuando había que interpretar sinfonías con partes cantadas.
Pero como toda civilización que se expande y llega a su cenit,
la música también se hundió, o si lo prefieren, ascendió al cielo de las artes, o mejor aún, según la acertada
expresión que acuñó Ortega y Gasset en su incipiente ensayo de 1925, “se
deshumanizó”. Nada mejor para entender
el desconcierto que produjeron las vanguardias artísticas en los albores del
siglo XX que leer este precoz ensayo de
Ortega, La Deshumanización del Arte. La música, como la poesía, la pintura, o
la arquitectura se hicieron abstractas y vanguardistas y nos dejaron con cara
de tontos.
Ahora bien, la música, tan íntima y necesaria para la vida
de los hombres, no podía morir del todo, no podía deshumanizarse. Y aunque
muriera en Viena, o en el corazón de Europa, y subiera a los cielos del arte
por el arte con Schönberg, Stravinsky, Webern, etc, la música para la humanidad, la música con vocación de universalidad tendría que volver nacer en algún otro lugar. Y así ocurrió. La música vino al
mundo donde menos nos lo podíamos imaginar: en los campos de algodón de los Estados sureños de Norteamérica y en los garitos de Nueva Orleans.
Y es que la gran música de la primera mitad
del siglo XX ya no va a ser la música vanguardista europea sino el Jazz,
y en su origen, cómo no podía ser menos, el
jazz fue una música alegre y sencilla: el dixie tocado en los garitos de
Bourbon Street. Una música, por cierto, que llegó a Europa con la Primera
Guerra Mundial con otro nombre, el charleston.
1) Pues bien, para proponerles visitar ya algún local donde
escuchar dixie, les diré que si van a París no dejen de ir a La Caveau de la Huchette , templo
sobreviviente de aquel jazz primitivo, un local situado en el barrio Latino que
descubrí una noche con mis compañeros de Escuela por pura casualidad y sobre el
que escribí este pequeño artículo para no olvidar su localización.
A modo de muestra vamos a escuchar un tema de Fats Waller y
Ada Brown, That ain’t Wright de la
película Stormy Weather (1943) donde se reproduce el ambiente de uno de
aquellos bares o garitos del dixie donde, como digo yo, o entiendo yo, renace la gran música en el mundo.
2) El jazz creció muy rápidamente y tras viajar de New
Orleans a Chicago, al final se instaló en Nueva York donde los pequeños grupos
se trasformaron en fantásticas orquestas o Big Bands, y los bares y garitos
dieron paso a elegantes clubs donde la música recobró otra de sus funciones
capitales: dar baile.
Como homenaje a un músico de mi pueblo, hace años
escribí un bonito artículo titulado LA MUSICA QUE DA BAILE,
Y decía allí que esa es una de las funciones más hermosas de
la música. Pues bien, en cierta ocasión, cuando Juan Claudio Cifuentes vino a
Logroño a hacer un programa sobre la Big Band amateur donde yo tocaba para su
programa de TVE2 Jazz entre amigos, nos contó que la forma en que las grandes
big bands conseguían los contratos de las mejores salas de bailes de Nueva York
era tan sencilla como ver cuál de ellas sacaba más gente a bailar a la pista.
Por haber pertenecido a otra generación (yo nací en el 53,
es decir, con el rock and roll) he lamentado mucho no haber visitado nunca o no
haber buscado por el mundo alguna de aquellas maravillosas salas de baile donde
las Big Band hacían vibrar su excelente música.
Sólo las he visto en fotos o en las películas, pero gracias
a la magia de la imaginación podemos poner juntas, por ejemplo, la Sala
Pasapoga de Madrid y una de mis orquestas preferidas la de Cab
Callowey, con una invitada excepcional,
Dorothy Donegan. El corte al que lesinvito está en la película Sensations of 1945 y aunque es un poco largo y la
orquesta de Callowey no entra hasta el minuto cuatro seguro que lo van a
disfrutar porque tiene una entrada de piano digna de la mejor y más variada de las músicas.
3) Bueno, pero volvamos de las salas de baile a los pequeños
locales de música, los bares, o los garitos pequeños donde el músico, bien el
profesional o también el amateur entra en contacto directo con el reducido
público que ha caído por allí a tomarse una cerveza. Hay tantos repartidos por el mundo que es
imposible hacer una lista sin olvidar alguno muy querido, pero si me pidieran
que mencionara uno solo, casi seguro que me saldría el Café Central de la plaza
Santa Ana de Madrid.
Lo del bar y la música en vivo era el sueño de mi profesor
de Jazz, Renato Valeruz: poder abrir un bar donde no hubiera música ambiente sino
siempre música en vivo, desde la más elemental a la más sofisticada,
dependiendo de la suerte.
Tratando de recordar la experiencia musical más intensa o
sorprendente que he tenido en un bar les voy a llevar a un pub inglés el Royal
Oak Inn, el único pub de Luxborough, una pequeña aldea de Somerset, al sur de
la ría de Bristol. Desde muchos hace años paso las vacaciones de verano con mi
familia intercambiando la casa, lo que posibilita un encuentro más íntimo con
los lugares que visitas. En el año 1996 caímos así en una pequeña aldea cercana
a Minnehead que tenía un pub muy antiguo donde daban una comida elemental y una
cerveza estupenda.
Pero lo mejor de ese pub era que los sábados por la noche la
gente de los alrededores se congregaba para cantarse canciones unos a otros.
Uno traía un banjo y cantaba una canción alegre; otra pareja tocaba una vieja
melodía popular con un clarinete y un tamboril; y los músicos más preparados se
acercaban al piano de pared a tocar algún tema desconocido o a acompañarse para
cantar una canción de amor. Era un pupurrí de lo más tranquilo, amable y
sencillo, como no he visto nunca en ningún otro lugar. Bueno, sí, una noche en
un bar de Inverness viví algo parecido. Y supongo que muchos oyentes habrán
tenido alguna experiencia similar.
¿Qué pieza desearía escuchar yo en un pequeño lugar como un
bar de pueblo?
Jugando con el tiempo y con los géneros se me ocurre que
nada más apropiado para una velada en un bar que una canción de un músico
favorito. Todos los grandes músicos han compuesto bellísimas melodías para una
voz y un piano de acompañamiento. Uno de mis discos preferidos es el de Lieders
de Brahms cantados por Jessie Norman con Baremboin al piano (Deuschte
Gramophone). Les pongo el primer corte, el impresionante Liebestrau (Amor fiel)
sobre un poema de Reinick que pueden leer traducido en la web el blogdemaac:
El podcast de la versión de radio en directo puede escucharse en este enlace.