(Última colaboración con el programa Longitud de Onda de Radio Clásica de Radio Nacional de España)
(1) Hoy empiezo con una anécdota de mi vida de músico amateur y
ya luego entramos con algo de arquitectura. Al poco de entrar a tocar la tuba
en la Banda Municipal de Logroño, me contaron que uno de los músicos que había tocado toda su vida con ellos estaba a punto de morir, y pregunté
entonces a mis nuevos compañeros, como la cosa más natural del mundo, si iríamos con la Banda a tocar a
su entierro. Recuerdo que me miraron como si fuera un marciano… “¿pero qué
dices? Eso nunca se ha hecho”. ¿Ah no? Pues hombre, les contesté, a mí me parecería la despedida más natural
del mundo. La más bonita y sentida que se podría realizar… Pero en fin, qué le
vamos a hacer. Si las cosas son así…, poco voy a durar yo en esta Banda… Y así
fue, ja ja ja.
Puede que la música sea una buena compañera durante toda la
vida. Pero en el momento de la muerte de un ser querido, ya no es compañía lo
que evoca, sino necesidad. Y cuando te encuentras sin palabras para expresar el misterio de la
muerte, la música se convierte en eso, en una estricta necesidad.
Dicen algunos tratadistas que la arquitectura también nació
con la muerte, es decir, no para dar forma a la habitación de los hombres vivos
sino para recordar y respetar para siempre a los muertos. En el segundo de mis artículos sobre vejez y arquitectura (enlace aquí) mencionaba que en el entorno de la muerte la arquitectura es más necesaria que nunca. Así que yo me he pasado la vida yendo
a ver cementerios. Siempre que visito o estudio una ciudad veo su templo, su
estación de tren y por supuesto, su cementerio.
No pocas veces es para estar a un paso de personas a las que he admirado
mucho, pero también para ver la decadencia de la propia arquitectura de nuestro
tiempo que ya no sabe ni venerar a los muertos. En ese sentido, uno de los
cementerios más bonitos del mundo, es el de Estocolmo donde Gunnar Asplund fue más allá de la arquitectura de su maravillosa capilla del Bosque y creó un emotivo templo
con árboles (foto arriba).
Yo también voy a ir más allá de los límites musicales de
este programa a la hora de seleccionar una de las piezas que más me acompañó en el entorno de la muerte de mi padre. Una canción a la que me agarré como a un clavo ardiendo. Es del grupo Radiohead y no es una marcha fúnebre ni
nada así. Es una canción tan misteriosa que el propio Tom Yorke no se explica
cómo pudo escribirla ni cómo tiene fuerzas para poder cantarla.
La versión estándar es la incluida en el álbum The Bends (1995) pero la que yo siempre escucho es la versión acústica de un directo que está en youtube:
La versión estándar es la incluida en el álbum The Bends (1995) pero la que yo siempre escucho es la versión acústica de un directo que está en youtube:
Si tenéis tiempo, no dejéis de leer las propias declaraciones de Tom Yorke sobre esta canción. Las he recogido en un post de mi blog spypmusic: (enlace aquí)
(2) Pero vamos cuanto antes al cementerio Central de Viena que es lugar de peregrinación para todo amante de la música,
o como decía antes sobre el tema que hoy nos ocupa, para todo aquel
estrictamente necesitado de ella. Y es que es muy difícil no caer rendido allí
ante la presencia agradecida de numerosos
ramos de flores en la tumba de Beethoven. Yo también le puse las más bonitas de mi vida, claro.
Allí no están los restos de Mozart, pero la música de su
Requiem es atronadora. Siempre está con nosotros cuando la necesitamos. Como
siempre tengo a mano la música del Ein Deustche Requiem de mi admirado Johannes Brahms, que
está a cuatro pasos de la tumba de Beethoven.
Qué suerte la de los nacidos en la era de la reproducción musical
la de tener siempre a nuestra disposición estas dos grandes piezas musicales para cuando las
podamos necesitar, ¿verdad?
La que les voy a sugerir sin embargo, es una pieza menor,
una pieza fúnebre de estudio que es tan sencilla de interpretar que cuando empezaron
mi mujer y mis hijas a tocar sus primeros clarinetes la hicimos nuestra una y
mil veces. Y cada vez que tocábamos
algunas de esas notas tan especiales que puso Beethoven en las cuatro
particellas, se nos ponía la carne de gallina. Siempre me ha extrañado que con
tanta riqueza armónica no se haya realizado una versión orquestal de esta
composición, pero quizás sea por respeto al propio Beethoven, porque aunque fue
una obra compuesta por encargo para un sacerdote, fue la pieza que se tocó en
su sepelio por las enlutadas calles de Viena: el cuarteto para cuatro
trombones.
Lo mejor de esta versión de youtube es que puede seguirse la
partitura:
(3) Bueno y vamos a acabar ya este ciclo de nueve colaboraciones sobre arquitectura y música en otro lugar que nadie sabe que lo que es pero que tiene tal potencia arquitectónica que uno llega a olvidarse de su actual reconversión en gadget turístico. Me refiero al anillo de piedras o Stonehenge cercano a Salisbury.
Y es que esto de quedarse sin palabras en el momento de la
muerte viene a cuento también del fracaso en el que incurren la mayor parte de los
escritores, inclusive los mejores, cuando intentan el género necrológico (y ya
no digo los aficionados…). Nos solemos
poner tan cursis y pomposos que más que flores al muerto nos echarnos cenizas
sobre nosotros mismos.
No es el caso de algunos memoriales musicales, en el que el
muerto parece volver a la vida gracias a la composición de algún discípulo. Yo
apenas sabía nada de Johannes Ockeghem hasta que escuché el lamento que mi
admirado Josquin Despres escribió a su muerte a finales del siglo XV.
Y en este enlace, el podcast de la versión radiofónica del jueves 7 de junio del 2018.