lunes, junio 20, 2016

AUTONOMIA Y TURISMO. AMÉN



(en el verano del 2005, antes de la aparición de los blogs, la revista Piedra de Rayo me pidió una colaboración sobre la Exposición de la segunda muestra o certamen La Rioja Tierra Abierta que se celebró en Nájera. Tuve el honor de comparti cartel con otros dos grandes críticos y observadores del evento, Iñigo Jauregui Ezquibela y Demetrio Guinea. Los tres artículos aparecieron en el nº 18 de Piedra de Rayo y yo ya me había olvidado de ello. Así que lo reproduzco aquí con algunas de las fotos que hice en mi visita)


El hombre es un animal sacralizador: a poco que se emocione con algo, -sea la silueta de un monte, una historia curiosa o un personaje singular-, rápidamente se inventa una  leyenda, organiza un rito o levanta un altar para conmemorar su entusiasmo. O en estos nuestros tiempos, y sin ir más lejos, saca la cámara y dispara una foto para eternizar el motivo de su sorpresa y alegría.

Con todo, por encima de sus hallazgos están sus propias invenciones; así que el rango superior de su capacidad sacralizadora recae en las ideas y divinidades que imagina: ideas y divinidades a las que, de inmediato, reserva siempre los mejores lugares y erige sus mejores construcciones.

El problema es que cuando esas invenciones caen en desgracia, el abandono o la ruina de los edificios a ellos consagrados producen un extraño desasosiego. Al observador de nuestro tiempo le cuesta imaginar que algunas de las más significativas iglesias y los más grandes conventos llegaran en su momento a convertirse en cuadras, almacenes o ruinas. Pero así fue ciertamente, y una investigación seria y una exposición bien documentada sobre el grado de deterioro y abandono al que llegó nuestro patrimonio religioso, depararía no pocas sorpresas y mucho conocimiento.

Si algunos de esos edificios consiguieron llegar hasta nosotros fue porque la Historia del Arte, hija natural de esa Ilustración que hizo caer en desgracia a santos y dioses, dio en coleccionar y sacralizar otra vez aquellos edificios antaño sagrados, y aceptó reinstalar en ellos a sus dioses y santos primitivos para darles mayor rigor histórico; y sobre todo, porque recolocó en ellos a sus sacerdotes, para asegurar un mantenimiento barato y para que todo pareciera mucho más real -como en los museos etnográficos.

Pero ni en San Millán de la Cogolla ni en Santa María la Real de Nájera, las exiguas comunidades religiosas que los volvieron a ocupar pudieron hacerse cargo de tan inmensos edificios, y durante el siglo XX los habitaron con más pena que gloria. Dineros públicos y arquitectos rancios o iluminados venían caprichosamente desde Madrid de la mano de la Dirección General de Bellas Artes, a rasgar aquí o a reponer allá, al son de las diversas teorías de la restauración.

Con el invento de Autonomía como nueva diosa fin de milenio, nuestros viejos y sagrados lugares -de la religión primero, y de la Historia del Arte después-, han pasado a ser también lugares sagrados de esa Autonomía que ahora los ofrece a propios y a extraños con la doble vitola de señas de “nuestra identidad” (histórica) y “máquinas de hacer dinero” (turístico).

La reapertura de Santa María la Real de Nájera para la nueva diosa político turística, respetando los derechos de los curas y con los permisos y las bendiciones de los historiadores del arte, ha supuesto unas cuantas operaciones estéticas de performance en este verano del 2005 que es preciso (y precioso) documentar. 

En primer lugar, conforme a una estética basada en la deconstrucción, se han colgado por entre casas y calles de la ciudad de Nájera grandes fotos de elementos parciales del edificio resacralizado dando a entender que el viejo convento se ha inflado, expandido y multiplicado. Se produce así el curioso fenómeno de que es mucho más interesante, cómodo y barato ver la sillería de Santa María la Real en la mismísima Calle Mayor que en el propio coro de la iglesia donde, por cierto, está parcial e irritantemente iluminada.




En segundo lugar, se ha intervenido en el propio espacio ceremonial de la iglesia, rompiendo su unidad, mediante la instalación en el centro de la nave principal de una caja opaca por fuera y negra por dentro desde el que poder ver el retablo como en un minicine. Se consigue de ese modo que el visitante entienda que el nuevo recorrido ritual no es el del gran eje que nos lleva al altar sino el sinuoso vagabundeo del turista por entre sepulcros, naves fragmentadas o espacios museísticos. 




Al respecto, en una nave lateral se ha dispuesto una hilera de vírgenes en pedestales de museo en vez de en altares, y se han proyectado rótulos sobre las paredes y personajes históricos sobre pantallas para dar al recinto un aire multimedia.

Tras enseñar al visitante la verdad histórica de algunas de aquellas incursiones de la Dirección General de Bellas Artes en el monumento (torre y espacio Bellosillo/ las de Chueca han quedado definitivamente ocultas sobre el cielo raso), en tercer lugar se han instalado en el claustro alto una serie de extrañas simulaciones de un escritorio medieval, una bodega, una farmacia y hasta una viña (¿qué hará una viña dentro del convento?) para intentar explicar la antigua vida monacal desde una estética de plató de televisión o teatro de vanguardia. 




Sin embargo, el único vestigio real y verdadero que aún queda de la regla benedictina del “ora et labora”, es decir, la hermosa huerta ubicada entre el claustro y el convento, sigue oculta al visitante por una tapia alta, probablemente erigida en los tiempos de la ruina y el abandono.

Finalmente, las arquerías del espléndido y recién restaurado Claustro de los Caballeros se han utilizado en dos de sus lados como un espacio museístico (donde, dicho sea de paso, piezas hermosas y valiosísimas, como la arqueta de Bañares, se muestran en similares condiciones que facsímiles o modestas piezas arqueológicas, religiosas o etnográficas), mientras que en los dos restantes lados, algunos elementos arquitectónicos renacentistas aparecen subrayados por la decoración moderna de unos chapones negros. Completan la intervención unas flores de espejo y cristal de dudosa imitación aaltiana que, como dice en el rótulo puesto al efecto, intentan que el patio del claustro pudiera entenderse como un nuevo jardín del Edén.





A juzgar por las cifras de visitantes y por el entusiasmo unánime de la prensa local, la operación ha sido un éxito rotundo, y todos compartimos las sonrisas de felicidad de visitantes, políticos y hosteleros.


Ahora bien, dado que las intervenciones reseñadas tienen fecha de caducidad y que el hombre sigue siendo un animal sacralizador, uno se pregunta no sin cierta preocupación por el rumbo o el destino de este tipo de lugares sagrados y por los futuros procesos de sacralizaciones a que nos pueden llevar. 

Ciertamente es un alivio que la puesta de un lugar así al servicio de Autonomía y de Turismo sea tan breve; pero tras un proceso tan exitoso ¿no da pena que el edificio vuelva a los lánguidos años de un convento semivacío y de una explotación turística pueblerina? O aún peor: ¿y si a alguien se le ocurre que ese escritorio, ese minicine, esas vírgenes en hilera, esa bodega, ¡esa viña!, esas flores de cristal o esos chapones negros de las paredes del claustro, son la verdadera expresión de la modernidad y del futuro, y deciden dejarlos allí?

Sea como fuere, lo importante es haberlo visto, haberlo contado y, por supuesto, haberlo fotografiado. A mayor gloria de los nuevos dioses y de nuestra capacidad sacralizadora. Amén.