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viernes, enero 12, 2007

108. PATERNINA




Mucho se ha escrito estos años en periódicos y revistas sobre la llamada “arquitectura del vino” a fin de relanzar este sector económico e insertarlo en el sector turístico. Acaso porque afamadas estrellas de la arquitectura reciben sin cesar encargos de las bodegas más avispadas con objeto de hacer publicidad de sus marcas mediante el uso conjunto de sus nombres (también marcas) y la exhibición de sus malabarismos arquitectónicos.

En la relación entre nuestros grandes vinos y la arquitectura de nuestros días cabe casi todo, porque la alegría que da el primero pudiera justificar cualquier frivolidad de la segunda. Por eso me extraña que nadie haya reparado en la extraordinaria y singular arquitectura de los pabellones de las Bodegas Paternina de Haro, situadas al borde de la carretera entre esta pequeña ciudad (capital del vino de Rioja) y Casalarreina.

Yo suelo pasar mucho por allí cuando voy a por vino a la Cooperativa de Haro (ah ah ah, ya os mostraré otro día cómo están dejando a las Bodegas Gómez Cruzado…!!!! justo al lado de la Cooperativa) y siempre tengo que extremar la precaución para no salirme de la calzada ante la alegría o desenfreno que me produce la increíble locura de los pabellones de Paternina.

Como puede verse en el par de imágenes que muestro arriba, el orden general de la composición de los pabellones (una serie de unas diez o doce naves industriales a dos aguas con cumbrera perpendicular a fachada) y de la disposición de los huecos (tres por nave en calmada simetría) no muestran nada destacable. Las formas de las ventanas, quizás, tienen algo de singular pues me recuerdan a las de los pabellones municipales de Quintín Bello, o de los pabellones militares derribados en el plan Valbuena, o en fin, a las de tantas otras bodegas de finales del siglo XIX y principios del XX.

Desde el movimiento y la velocidad del coche, que es como se suele ver esta bodega, no es fácil fijarse en lo realmente singular de estos pabellones, esto es, la forma en que están dispuestas las hiladas de los sillares, inclinadas en un ángulo variable respecto a la horizontal (entre 45 y 60 grados) e incluso haciendo alabeos. Yo le he dado muchas vueltas a la cuestión, pero siempre acabo sonriendo y diciéndome que, o el arquitecto era un cachondo, o los canteros, el bodeguero y el propio arquitecto estaban ciegos de vino.

No tengo datos de la construcción de la bodega ni de experiencias parecidas con la sillería, así que agradecería que si alguien los tuviera me los hiciera llegar.

Lo que si tengo es un pesar, y es que la valla roja que le pusieron delante cuando la Bodega fue comprada por Marcos Eguizábal en aquella famosa liquidación de Rumasa, dificulta no poco la contemplación de tamaña excentricidad arquitectónica (y ensucia cualquier fotografía que se quiera uno llevar de recuerdo). Sería un logro que Eguizábal se diera cuenta de que, en cuanto a relación entre arquitectura y vino, su bodega le da mil vueltas a las tonterías que hacen los Calatravas, Gherys, Moneos, Hadides, etc, y quitara esa tonta valla, pues no parece que aumente mucho la seguridad de la bodega, y sin embargo sí que menoscaba (y bastante) el alegre y contagioso efecto de la contemplación de esa euforia que a algunos les llevó, o les puede llevar, del vino a la arquitectura, sin pasar por el turismo, el estrellato y el papel couché.

jueves, junio 29, 2006

39. BARRICAS









El pasado martes 20 de junio sentí un cosquilleo de orgullo cuando vi que la estupenda fotografía que ilustraba el reportaje periodístico en el que nuestras autoridades vinicolas se rasgaban las vestiduras por el asunto de las virutas, estaba firmada por nuestro exalumno el “Zuri”, (Diaz Uriel). La publicaron en blanco y negro, pero yo os la traigo aquí en color, tal y como la he encontrado en internet. Los profesores no tenemos obra de la que enorgullecernos pero cada vez que los alumnos triunfan, vibramos con ellos. Y esa foto es todo un triunfo. Un logro de la mirada. Por un lado están las barricas, objeto central de la polémica en tanto que especie amenazada de extinción, (pues como se sabe, un barril de acero inoxidable con unas pocas virutas de roble dentro provocan exactamente el mismo efecto en el sabor del vino). Por otro lado está el amplio techo suavemente iluminado de una nave de moderna arquitectura. Y por otro...., ¡ah!, ahí está el quid de la cuestión, ese elemento que hace chirriar la mezcla entre lo uno y lo otro, a saber: el orden impecable del apilado industrial (en palés movidos por “fenwicks”) de unos objetos diseñados en un mundo artesanal... para ser movidos y apilados de una manera bien distinta (foto de la derecha).Si capté al instante la gracia de la fotografía del Zuri es porque el asunto ya venía de atrás y lo tenía muy visto.

Hace más de veinte años, antes de comprar unas cuantas bordalesas para criar en nuestra propia casa el vino de la cooperativa de Haro, mi padre ya nos engañaba echando virutas de roble a los garrafones donde lo traíamos. Menudo “buqué ” cogía. Excelente. Y menudas risas hacía mi padre cuando lo daba a probar a los entendidos. Con aquella pillería en el recuerdo, el año pasado me quedé de piedra cuando al visitar la nave de barricas de una “wine cellar ” del valle de San Joaquín en el norte de California (concretamente la de Woodbridge en Lodi), vi que, en los palés donde estaban apiladas, se alternaban las tradicionales barricas de roble americano con unos bidones de acero inoxidable. Obviamente le pregunté al amable guía que nos la enseñaba qué era eso, y me respondió sin rubor alguno que vino con virutas: “nuestros expertos han conseguido una mezcla perfecta en la que un vino es indistinguible del otro”.El asunto de las barricas no es por lo tanto un debate enológico, sino un debate arquitectónico, un asunto de imagen, un problema de articulación entre lo nuevo y lo viejo para el que los arquitectos, curtidos en hacer chapuzas en los cascos antiguos, estamos superentrenados. Al menos conceptualmente.

En la nave de Woodbridge había unas cincuenta mil barricas, de modo que, aquella insignificante bodega de pueblo era del tamaño de la de Juan Alcorta, es decir, la más grande de las nuestras. Pero el exterior era mucho menos pijo y pretencioso. Su aspecto industrial era tan inequívoco, tan limpio y tan sincero, que permitía entender con claridad que las barricas no eran un objeto de culto sino unos diseños arcaicos llegados a nuestros tiempos por pura inercia. Y que es eso lo que las hace entrañables.