Mucho se ha escrito estos años en periódicos y revistas sobre la llamada “arquitectura del vino” a fin de relanzar este sector económico e insertarlo en el sector turístico. Acaso porque afamadas estrellas de la arquitectura reciben sin cesar encargos de las bodegas más avispadas con objeto de hacer publicidad de sus marcas mediante el uso conjunto de sus nombres (también marcas) y la exhibición de sus malabarismos arquitectónicos.
En la relación entre nuestros grandes vinos y la arquitectura de nuestros días cabe casi todo, porque la alegría que da el primero pudiera justificar cualquier frivolidad de la segunda. Por eso me extraña que nadie haya reparado en la extraordinaria y singular arquitectura de los pabellones de las Bodegas Paternina de Haro, situadas al borde de la carretera entre esta pequeña ciudad (capital del vino de Rioja) y Casalarreina.
Yo suelo pasar mucho por allí cuando voy a por vino a la Cooperativa de Haro (ah ah ah, ya os mostraré otro día cómo están dejando a las Bodegas Gómez Cruzado…!!!! justo al lado de la Cooperativa) y siempre tengo que extremar la precaución para no salirme de la calzada ante la alegría o desenfreno que me produce la increíble locura de los pabellones de Paternina.
Como puede verse en el par de imágenes que muestro arriba, el orden general de la composición de los pabellones (una serie de unas diez o doce naves industriales a dos aguas con cumbrera perpendicular a fachada) y de la disposición de los huecos (tres por nave en calmada simetría) no muestran nada destacable. Las formas de las ventanas, quizás, tienen algo de singular pues me recuerdan a las de los pabellones municipales de Quintín Bello, o de los pabellones militares derribados en el plan Valbuena, o en fin, a las de tantas otras bodegas de finales del siglo XIX y principios del XX.
Desde el movimiento y la velocidad del coche, que es como se suele ver esta bodega, no es fácil fijarse en lo realmente singular de estos pabellones, esto es, la forma en que están dispuestas las hiladas de los sillares, inclinadas en un ángulo variable respecto a la horizontal (entre 45 y 60 grados) e incluso haciendo alabeos. Yo le he dado muchas vueltas a la cuestión, pero siempre acabo sonriendo y diciéndome que, o el arquitecto era un cachondo, o los canteros, el bodeguero y el propio arquitecto estaban ciegos de vino.
No tengo datos de la construcción de la bodega ni de experiencias parecidas con la sillería, así que agradecería que si alguien los tuviera me los hiciera llegar.
Lo que si tengo es un pesar, y es que la valla roja que le pusieron delante cuando la Bodega fue comprada por Marcos Eguizábal en aquella famosa liquidación de Rumasa, dificulta no poco la contemplación de tamaña excentricidad arquitectónica (y ensucia cualquier fotografía que se quiera uno llevar de recuerdo). Sería un logro que Eguizábal se diera cuenta de que, en cuanto a relación entre arquitectura y vino, su bodega le da mil vueltas a las tonterías que hacen los Calatravas, Gherys, Moneos, Hadides, etc, y quitara esa tonta valla, pues no parece que aumente mucho la seguridad de la bodega, y sin embargo sí que menoscaba (y bastante) el alegre y contagioso efecto de la contemplación de esa euforia que a algunos les llevó, o les puede llevar, del vino a la arquitectura, sin pasar por el turismo, el estrellato y el papel couché.