Seguramente, la primera de las fotografías que ilustran esta nota no os dirá nada en especial; pero si la hice y la pongo aquí (y hasta la pongo un vínculo para que se pueda ampliar), es porque, durante estos días de navidad me ha alegrado la vista con el esplendor propio y singular de una flor.
Cuando he pasado esta mañana día 5 de enero por ese mismo lugar (el recién inaugurado cruce de Jorge Vigón con la avenida de Colón) y he comprobado que el brillo que yo había visto días atrás estaba siendo apagado para siempre (o por lo menos, para mucho tiempo), me ha asaltado la natural tristeza de toda desaparición y me he aliviado con la idea de que le había hecho una foto. La belleza es casi siempre efímera, he pensado; y los escritos o las fotos no son sino pequeños consuelos entre esplendores.
Continuaba yo calle arriba hacia Correos a recoger el estupendo calendario que anualmente nos manda desde Valencia la casa de impermeabilizantes y aislamientos Chova (www.chova.com, ale, les voy a hacer un poco de publicidad en agradecimiento) y seguía rumiando esa estrecha relación entre la belleza y lo perecedero, cuando de repente me he dado cuenta de la tragedia que eso supone para la arquitectura, ese arte hecho para durar. Y como queriendo evitar malos pensamientos (bastante tenía ya con la tristeza de mi flor marchitada) he pensado que toda la belleza que nos puede dar un edificio acaso no sea otra que la de la contemplación de un poco de musgo en sus hendiduras, el rebote de un rayo de sol al atardecer, o el inquieto movimiento de unas palomas en sus cornisas. Desolado por no encontrar desde hace tiempo indicio alguno de belleza en la propia arquitectura, y abatido por el ocaso de esa pequeña belleza que me había alegrado los últimos días, he terminado por pensar que lo mejor que le puede pasar a la arquitectura es esa apertura al tiempo (o aún mejor, a la fugacidad del tiempo) de la que hablaba el catedrático Manuel Iñiguez hace tiempo, siguiendo la estela de Schinkel, Aalto y Grassi.
Bueno, bajo ya de las nubes y me dejo de abstracciones (¡ay! ¡a qué sitios nos llevan las alegrías y las tristezas que nos producen los descubrimiento y las pérdidas de la belleza!), y paso a contaros que lo que tanto me había llamado la atención de ese recién inaugurado cruce no era otra cosa que la ausencia de las típicas vallas que el excelentísimo ayuntamiento de nuestra ciudad dio en colocar desde hace tiempo en todos sus cruces y esquinas: esas horrorosos dos tubos curvados e hincados en el suelo (aunque tanto me da que fueran de exquisito diseño) que convierten todos y cada uno de los cruces de Logroño en unos lugares llenos de peligros, de los que fuera necesario protegerse.
Desde el mismo punto en que hice la foto del cruce limpio de vallas, hice también la otra foto que he puesto arriba, mirando hacia las otras dos esquinas ya existentes del mismo cruce, para que se notara bien la diferencia. Puede verse en esa foto que las vallas no es que protejan mucho a los peatones de posibles invasiones de vehículos (o a los vehículos de los peatones, -que parece ser la razón no confesada de su instalación), sino que funcionan más bien como imanes de cacharrería varia, sean coches mal aparcados, contenedores de vidrio, bancos destartalados, postes de anuncios etc. etc. impidiendo que las esquinas puedan utilizarse para esa función fundamental de toda calle que veíamos en otro día en el LHDn103, es decir, la de permitir el contacto entre la acera y los vehículos para las eventuales operaciones de carga descarga.
Sí, ya sé que las esquinas no son lugares muy apropiados para pararse a cargar y descargar por la merma de visibilidad que se pudiera producir a otros vehículos que transitasen por el cruce, pero eso ya lo saben todos los conductores (y los policías de fácil libreta). Lo que no se suele saber, por mucha exposición de Forums y Colegios de Arquitectos que se hagan al respecto, es que las esquinas son los puntos en los que la arquitectura se condensa (o se debería de condensar) y que por lo tanto merecen un poco de limpieza y claridad. O un poco de esplendor: ese que yo había contemplado con alegría y asombro durante estas pasadas navidades bajo la célebre casa de Agapito del Valle (donde tiene el estudio Pepe Garrido) en la esquina entre avenida de Colón y Jorge Vigón, y que desde el 5 de enero ya está gafada por una valla, como todas las demás.