miércoles, agosto 11, 2010

SOTERRAMIENTOS QUE SON PERDIDAS

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Me envía Jesús Ramos a mi refugio veraniego en los Alpes unas fotos del derribo de la estación de Logrono y sus condolencias. Juan Manuel Grijalvo me regala con tal motivo el enlace a un artículo tan raro como estupendo sobre la materia, firmado nada menos que por un arquitecto y profesor en Valladolid: Manuel Saravia Madrigal. Para ambos mi agradecimiento y para el visitante de este blog, tan buen descubrimiento: SOTERRAMIENTOS QUE SON PERDIDAS

miércoles, julio 14, 2010

UN BUEN BLOG DE ARQUITECTURA

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Si están Vds buscando un buen blog de arquitectura, aquí tienen uno: n+1

(Para que vean que no me da miedo usar la palabra "bueno" cuando viene a cuento).

martes, julio 06, 2010

NO HABRA SEGUNDA PARTE

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Se acaba este curso 2009-2010 y tengo que dar la noticia de un fracaso. Tras dos años de descanso y tímidas tentativas de continuar con el trabajo de la GUIA DE ARQUITECTURA DE LOGROÑO (cuyo primer volumen vio la luz en el 2007), a comienzos de este curso me decidí por fin a trabajar en el volumen II de la obra (el que iba a llevar por subtítulo LA CIUDAD DE PAQUETES Y AUTOVIAS). Durante unas cuantas semanas volví al Archivo Municipal con el cuaderno de notas a por material y salí por esos polígonos de dios a hacer fotos y escandalizarme no poco con la arquitectura de estos últimos treinta años, de modo que en el escritorio del ordenador tengo también una carpeta bien cargada de espantos que no sé donde meter.



Como no tenía en esta ciudad más apoyo efectivo que la amistad de Javier Dulín, cuando empecé a trabajar le dije de montar una tertulia cada quince días para ir comentando los hallazgos o reflexionando las dudas. No hicimos ni una. Cuando este año nos hemos juntado algún que otro jueves, ha sido para oír jazz juntos o consolarnos de otras cosas. Bastante duro lo ha tenido él para sobrevivir en su despacho a un año de crisis durísima en el sector.




A comienzos de marzo la Universidad Popular me ofreció al fin la oportunidad de contar a la ciudad el trabajo que había hecho en el volumen I de esa obra, y por un instante pensé que la cariñosa audiencia de esa tarde de invierno me podría animar, pero fue un aislado canto de sirena.



Como en los últimos dos años el Ayuntamiento de Logroño del alcalde socialista Manuel Santos y su socio regionalista Angel Varea, no ha demostrado el más mínimo interés por difundir la obra distribuyéndola por las librerías, durante este curso me empeñé en ir comprando algunos ejemplares y llevándoselos a la Librería Cerezo, quien amablemente los revendía sin recargo alguno sobre el precio municipal.



Por si eso fuera poco, el mismo Ayuntamiento (y sus asesores culturales/no quiero olvidar a Jesús Vicente Aguirre y José Manuel La Calzada) que no ha sido capaz durante tres años de poner a la venta en su oficina de Turismo el volumen I de la Guía, editada con sus propios dineros públicos, dio en el pasado mes de junio la noticia de que la reciente Guía de Arquitectura redactada por José Miguel y Aurora León y editada por el COAR, ese tipo de “guía” típica y selectiva hecha desde el esteticismo y afinidad ideológica o personal de los autores, iba a estar desde el primer momento a la venta en sus mostradores.




Pero lo que más me desanimó, con mucho, fue la calidad arquitectónica de esa segunda corona de Logroño diseñada desde unos paquetes autónomos, abiertos y escasamente urbanos y completada con una arquitectura de bloques aislados o entre medianeras de una monotonía tipológica espantosa. Descubrir que esa es la ciudad que los arquitectos han hecho en estos últimos treinta años y encontrar cantidad de viviendas anodinas e incluso sin ventilación cruzada y a una sola orientación, me daba una y otra vez argumentos para aborrecer a mis antiguos compañeros mientras que me alejaba de cualquier cariño o afecto hacia esta ciudad, sus hacedores, administradores y ciudadanos acríticos.



El método de trabajo no era complicado: ver los planes parciales, la forma en que fueron encargados, los diseñadores de los mismos y sus vicisitudes. Y a continuación, estudiar quienes han sido los promotores y arquitectos de las no muchas piezas de que se compone cada uno de ellos. El trabajo es sórdido pero el resultado estoy seguro que iba a ser demoledor. La imagen conjunta de esa no-ciudad seguro que hubiera sido un documento mucho más duro que el ofrecido en el primer volumen. Pero si ya éste ha sido rechazado por esta ciudad avestruz, lógico es que el segundo ni siquiera pudiera nacer. Logroño no quiere ese espejo en que mirarse y yo no tengo ganas de pagarlo. No habrá pues segunda parte. O dicho en clave personal: a la vuelta del verano, ni me lo planteo.


miércoles, junio 23, 2010

CADA TREINTA AÑOS

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Según mis cálculos (aproximados) cada treinta años aparece en el mundo una silla absolutamente revolucionaria en materiales y formas:

1890:



1920:



1950:



1980:




Atención pues Historiadores: este año toca nacimiento de una jran silla.

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Un amigo lector me envía esta web a ver si alguno de los diecisiete modelos incluidos en ella pudiera ser el candidato. Al verla me ha recordado aquella frase de Lluscá en tiempos de la postmodernidad (cuando el diseño era cualquier cosa): "una silla es una silla y una tortilla, una tortilla". Aunque, puesto que de sillas y tiempo se trata quizás le cuadre mejor el tan castellano consejo de "no confundir el culo con las témporas".

miércoles, junio 16, 2010

EL MURMULLO DE LAS PIEDRAS

(publicado en La Rioja el 24 de octubre de 1998 e incluído en EL RETABLO DE AMBASAGUAS, COAR, Logroño 2000)

Todos los logroñeses estamos contentos de volver a tener El Espolón con nosotros, de atravesarlo en nuestros recorridos o de poder sentarnos un rato en sus bancos a disfrutar de ese magnífico espacio que une la ciudad vieja con las primeras expansiones externas a sus muros. Muchos están además contentos porque El Espolón se ha puesto un traje nuevo, y le siente o no le siente bien, es nuevo, y eso es siempre motivo de alegría. Otros elogian las farolas fernandinas porque saben que están bien, y se evitan preocupaciones por entender o por probar diseños novedosos. A muchos les gusta también que esté desmesuradamente lleno de luz, porque así parece que el centro de la ciudad está siempre de fiesta. Dentro del pesimismo con que yo acogí las obras en aquel artículo titulado “A corazón abierto”, (La Rioja 31 de octubre de 1996) ya decía que a pesar de tantas cosas como no me gustaban del proyecto, el Espolón iba a sobrevivir, y ahí está.

Hay motivos de contento para muchos, desde luego, pero también he podido oír en la calle o leer en este diario comentarios de duda, incertidumbre y desasosiego de gentes cuya sensibilidad va más allá de la alegría del traje nuevo, de la complacencia con lo conocido o de la euforia del derroche. Estas personas se fijan en el suelo y empiezan a decir que no les gusta, o que lo encuentran raro, y las veo que se quedan como pensativas preguntándose por qué: pues en realidad las losas son nuevas, y son de granito del mejor y han costado mucho dinero.... Sus dudas son parecidas a las de aquellos que oyen una lengua extranjera y no la entienden, pero notan en el tono de quien habla algo raro y poco amistoso.

Sin ser un experto, yo entiendo algo del lenguaje de las piedras, así que he paseado por El Espolón para escuchar sus murmullos y traducirles a esas personas con cierta sensibilidad lo que las piedras dicen. Porque las piedras dicen cosas, ¿saben?, las piedras no son mudas: hablan constantemente acerca de quienes las cortaron y colocaron. El oficio de arquitecto y el de comitente de las obras es de los más arriesgados que existen porque cuando las cosas se hacen mal las piedras hablan mal de uno durante años y años. Aunque cuando se ha sido amoroso con ellas, también hay que decirlo, cuando se las ha sabido entender y colocar, cuando se ha respetado su ser, también las piedras lo agradecen durante siglos, e incluso milenios.

Pues bien, las piedras de El Espolón dicen muchas, muchísimas cosas, algunas que casi no entiendo por mi falta de conocimiento de su idioma y otras que sí. Lo más claro que las he oído decir, y que les puedo traducir a los logroñeses, es que están muy enfadadas porque se les ha tratado como si fueran las baldosas o los azulejos de un suelo vulgar, y que no están dispuestas a soportarlo. Que gritarán y se romperán, que se levantarán por un lado o por otro para que nos demos tropezones con ellas o se hieran los niños al caer y que además, nos ofrecerán su rostro más feo y enfadado mientras vivan.
Yo, al principio, no quería dar crédito a lo que oía porque era muy fuerte y porque yo quiero mucho al Espolón, pero me temo que tienen toda la razón. Las piedras de El Espolón han sido colocadas como si fueran los azulejos de una azotea y no como piedras que son, así que no es de extrañar que vayan a dar mucha guerra amargando nuestros paseos y nuestros descansos en ese magnífico lugar.

Y es que la piedra es un material noble, pesado y muy duro que exige un trato de respeto y de distinción para cada una de las piezas que se llevan a la obra. Hay que entender por ello que a la piedra no le gusta que le corten en piezas estandarizadas de la misma dimensión, porque es cierto que así se parecen al azulejo o al terrazo. Y mucho menos que la troceen en cientos de piezas informes para adaptase a los caprichosos dibujos de un compás sobre el papel. La piedra tiene su orgullo, ¡vaya si lo tiene!, y amenaza con manifestarlo. Porque la piedra, después de muchos siglos de arquitectura, se había ya acostumbrado al cincel y a la bujarda del cantero y no admite que la corte indiscriminadamente un simple albañil con la rotaflex -esas máquinas de discos cortantes que emiten un chirrido horrible y levantan una irrespirable nube de polvo- como a un vulgar gres cerámico, dándole formas impensables para ella.

Tampoco le gusta a la piedra estar tan cerca una de otra y sin un poco de bisel y una sensata junta por medio, porque si su colocación no es perfecta, ó en cuanto se muevan un poco, va a sobresalir una sobre la otra mostrando una hiriente arista. No le gusta configurar, -también me dicen-, unos planos geométricos con rasantes lineales, encuentros en arista para los pasos de peatones y cambios de pendientes tan exagerados, porque la piedra es material orgánico que quiere una expresión más suave y alabeada. Está ofendida ante tantos cortes y adaptaciones a las numerosísimas tapas de registro que alteran sus formas y dibujos, y que dejan unas juntas chapuceras. No está contenta tampoco con la cara lisa que le han dado, que ni muestra las posibilidades del brillante pulido, ni las rugosidades propias de su naturaleza. ¿Y qué es eso de tener que andar a juego con unos adoquines rojos prefabricados ¡y encima artificiales!?

Alguien se ha equivocado con el granito de El Espolón, alguien que ha pensado que la piedra no tiene alma, ni tradición , ni estilo, ¡ni orgullo!, y que piensa que por encima de la piedra está la técnica que él maneja, la técnica de la gran sub-base de hormigón sobre la que pegar baldosas y la técnica de la rotaflex para amoldarlas a su gusto. Pues, bien, de eso se queja la piedra, y eso es lo que murmulla, y eso es lo que probablemente algunos logroñeses sensibles y de oído fino han empezado a advertir.
Y hasta ahí, de momento, lo que he podido oir al noble granito, porque a la vista de desatinos más evidentes, como las formas y dibujos superficiales en que están colocadas en algunas partes, - por ejemplo en el tramo de Vara de Rey-, siguiendo directrices o ejes ajenos a cualquier racionalidad, o como la falta de sentido geométrico de la mayor parte de los encuentros entre piedra y adoquín, eso cree la piedra que ya no lo tiene que decir ella, porque es tan claro, que lo tienen que ver hasta los más recalcitrantes complacientes con el estreno, el conformismo formal y el derroche. O hay que tener la vista muy gorda para no verlo, y la sensibilidad muy abotargada para no darle importancia.

jueves, mayo 27, 2010

ARQUITECTURA Y DELITO

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(Publicado en el hC03 del elhAlln65, diciembre del 2002)


0. La conferencia

Para quienes hemos escogido la escritura como medio de comunicación, las conferencias suelen ser un pequeño martirio porque la paciencia con la que vamos buscando las palabras o hilvanando las frases en nuestros escritos poco o nada tienen que ver con la habilidad de quien sabe plantarse ante un público y un micrófono durante una hora seguida, hablando sin parar. La superioridad del arte de la oratoria sobre el de la escritura es absoluta porque mientras ésta es una actividad fantasmal en la que el autor se aleja y esconde en la soledad del lápiz y el papel, aquella nos depara siempre la intensidad propia de la presencia física. La escritura, como también el cine, se elabora sobre el truco de horas y horas de trabajo, dando a la postre una imagen de sus autores muy superior a su auténtico valor. Así que cuando el escritor debe enfrentarse al reto de decir las cosas de una manera directa y en tiempo real, cae en la cuenta de sus limitaciones y lo pasa francamente mal (justamente lo contrario de aquél que apenas nunca ha tenido nada que decir y le ponen un micrófono delante, –todo hay que decirlo).
Las conferencias son para el escritor auténticas curas de humildad, razón por la cual debe aceptarlas sin rechistar.
Por suerte, hasta la fecha no me han “invitado” a muchas de estas terapias, y quienes lo han hecho han sido casi siempre amigos. Pero eso aún es peor porque en tal caso sucede que a las propias molestias de la humillación hay que añadir el miedo a decepcionar a tus anfitriones.

De todos modos, a pesar del penoso trance de la sesión terapeútica y de la sensación de culpabilidad que te causa el fraude hacia quienes depositaron su confianza en tí llamándote para dar una charla, resulta que al final de todo sales con un buen material de frases y palabras, y no pocas energías para ponerlas de nuevo por escrito, empezando el ciclo una vez más. Con las notas y esquemas juntados y pensados antes de la conferencia, con las apreturas y sudores de la sesión de cuerpo presente, y con las preguntas y comentarios que surgen a continuación, acopias una documentación que no puedes en ningún caso dejar que se pierda sin ponerla pronto por escrito. Al revés de lo que pueda parecer sensato, últimamente me ha dado por escribir las conferencias después de darlas: un poco pues, a modo de memorandum, y un poco, también, para volver a salir de lo bajo que has caído.
La que escribo a continuación titulada originalmente “Delcoración” y finalmente “Arquitectura y delito”, tuvo lugar en Palma de Mallorca el día 24 de octubre del 2002 a invitación del decorador y profesor de decoración Francisco Romero, en el marco de la segunda edición de la feria regional MODEC. Vayan a él dedicadas estas líneas como gratitud por su confianza y como reparación de mis carencias oratorias.


1. La arquitectura

La voz arquitectura se ha desgastado tanto que para volver a encontrarle sentido o ponerla en su sitio hay que repensar todo en origen.

La construcción del habitat propio por parte del hombre pudiera verse como una continuidad con los nidos que se hacen los pájaros, las madrigueras de los conejos o los panales de las abejas; un “hacer” inocente al que los hombres no suelen llamar arquitectura sino construcción a secas. Sin embargo, William Morris, un pensador poco sospechoso de arrimar el ascua a su sardina (pues no era arquitecto), definía la arquitectura como toda alteración en la superficie terrestre destinada a satisfacer sus necesidades; así que al margen de cuestiones gremiales, bien podríamos entendernos con esa definición, –o acaso con una addenda explícita en la que se dijera que las necesidades que trata de satisfacer el hombre con la arquitectura son las de su habitat. O sea, las mismas que las del conejo o la abeja.

La arquitectura es la actividad del hombre que hace su habitat en la superficie de la tierra (...y ahora un poco más allá de esa superficie, en las estaciones espaciales...). Un habitat que comienza con la construcción del nido o la casa, pero que dada la propia complejidad de hombre, se extiende pronto a otros territorios como las conexiones entre las casas, o a los utensilios pequeños que las hacen más habitables.

El uso de la palabra arquitectura podría por tanto extenderse a los campos de lo que hoy se entiende como ingeniería civil o a los del diseño de objetos, y con ello empezar a sentir todo nuestro habitat en la tierra como un continuum sin sobresaltos. Tan habitat es la autopista o el aeropuerto por el que llego a la ciudad de Palma, como la silla en que ahora me siento. Todas las cosas hechas por la mano del hombre modificando o acomodando la naturaleza para su habitación pueden merecer el nombre de “arquitectura”, porque entre otras cosas no parece haber otro más adecuado, y porque en los tres casos siempre se usa el mismo método de pensar lo que se va a hacer –proyectar–, antes de ponerse a ello.

Y así, el arquitecto, que por etimología es el archi tectum, o sea, el primer albañil, es quien piensa lo que se va a hacer con la tierra y sobre la tierra para acomodarla mejor a sus necesidades de habitación; y lo mismo a la hora de tender un puente sobre el río como al dar las trazas para hacer una mesa. Puesto que el hombre es un ser complejo y jerarquizado orgánicamente, su habitat también lo es; y la construcción del mismo, al tener que organizarse de un modo igualmente complejo, precisa de una jerarquía en el hacer que comienza en el hacer del arquitecto. Diríase que la mejor razón en usar la palabra arquitectura para la actividad de construir el habitat humano radica en la figura de un director del proceso, el arquitecto. Incluso en el mundo de la construcción de objetos donde la complejidad inicial podría ser menor, con la industrialización del proceso la figura de un primer artífice o arquitecto (al que se le viene llamando diseñador) se hace tanto o más necesaria que en la construcción del puente o de la casa.


2. La decoración

El habitat del hombre precisa de la arquitectura y comienza en ella pero la arquitectura, y ese es el meollo de esta conferencia, no es suficiente. La arquitectura es un hacer que da lugar a la aparición de nuevos objetos en el mundo –puentes, casas, candelabros–, que relacionamos directamente con el habitar. Pero a imagen y semejanza del hombre, los objetos que el hombre hace se desdoblan siempre entre una esencia y una presencia, un ser de la cosa y un estar ahí de la cosa. Un desdoblamiento que puede tener lugar en dos actos distintos o en dos momentos distintos, pero que pueden darse también simultáneamente sin que por ello desaparezca la doblez.

La escisión entre un “ser” y un “ser-ahí” (o estar), la diferencia entre un “esto es” y un “así está bien” parecen haber sido expresadas mediante palabras con la raíz diz o dec que luego darían lugar a términos como decoro o decoración. Y del mismo modo que el hombre “es”, pero su “figura” se transforma o adapta en función de sus actos, en función de las circunstancias, en función de quién esté delante etc. etc., del mismo modo que el ser humano se viste para una boda, se modera ante una autoridad o se pinta los labios para llamar la atención del otro sexo; su habitación adopta también presencias cambiantes en función de que vayan a ser ocupadas por un bebé o destinadas a cocina, sus muros se visten de forma distinta si van a soportar las lluvias del norte o si van a dar al interior de la casa, sus columnas acomodan sus adornos al pórtico de recepción o a la fachada trasera, y así sucesivamente.

Diríase que la acomodación de la arquitectura a las circunstancias le da a ésta un cariz más efímero y circunstancial y en ese sentido, más ligado también a la condición humana. Así que cabe enunciar que frente a la aspiración de eternidad en la que suele incurrir la arquitectura (y el hombre), la decoración le viene a recordar a ésta (y a éste) su finitud. Decorar es, en el sentido más hermoso y profundo, humanizar la arquitectura: devolverla al tiempo efímero del hombre.

Y en tanto que la arquitectura no sólo es todo aquello que tiene relación con la edificación sino también con las grandes obras públicas o con los pequeños objetos, la decoración tiene justa cabida en todas ellas. La desolación de los grandes aeropuertos, las autopistas, las presas o los puentes, suelen ablandarse cuando por ellas tiene que pasar un gran jefe de estado y aparecen adornadas de banderas, alfombras, vegetación o farolillos. La llegada de la navidad o de las fiestas suele ser también buena ocasion para decorar los tristes espacios cotidianos, aunque en general hay que señalar la poca atención que se presta a la humanización de todas las grandes obras que la evolución técnica ha permitido hacer en el pasado siglo veinte. Es posible que todo sea porque unos arquitectos “fundamentalistas del ser” proscribieron la decoración en sus manifiestos teóricos y hasta la quisieron llevar a los tribunales como si de un delito se tratara. Ya va siendo hora por tanto, de que el nuevo siglo que ha comenzado ajuste cuentas de una vez por todas con esos predicadores que plantearon que la arquitectura por sí sóla era ya el habitat del hombre. Por oposición al célebre título del artículo de Adolf Loos en el que criminalizaba el ornamento, yo les propondría recordar esta conferencia con el nombre de “Arquitectura y Delito” como titular de lo que ha sido la arquitectura del siglo XX.

Por lo que respecta al territorio de los objetos industriales, la decoración aparece nuevamente como actividad humanizadora de los mismos en tanto que pretende rescatarlos de la uniformidad que les procura la cadena de producción. El tapizado personal de la silla, el tirador artesanal sobre la puerta de serie, la calcomanía sobre el cristal, o las iniciales en el cubierto son las nuevas huellas de una humanización con las que los nuevos objetos indistintos se incorporan al habitat humano. Unas huellas que de algún modo vienen a sustituir o a recuperar aquellas otras huellas de imperfección que los artesanos dejaban en los objetos preindustriales que tanto ahora apreciamos.

Dícese que la decoración a veces no es decoro sino ocultación, engaño o mentira. En el desdoblamiento entre el “ser” y el “presentarse” pudiera ser que se diese cierta continuidad o relación, pero también pudera ocurrir que ambas manifestaciones poco o nada tuvieran que ver y que a esa falta de relación entre el ser y el presentarse pudiera entenderse como falsedad. De los tres tipos de decoración de la arquitectura que aprendí de los catedráticos Iñiguez y Ustarroz, esto es, la decoración simbólica, la analógica y la ornamental, la exigencia de continuidad entre el primer hacer y el segundo no siempre es exigible. Por ejemplo la presencia de versos coránicos sobre las pechinas de la Iglesia de Santa Sofía en Constantinopla en vez de iconos cristianos no afecta apenas a la lectura espacial del lugar y sólo alude a su actual culto y propiedad. Los escudos, rótulos o logotipos con que significamos los habitats humanos en ese primer tipo de decoración rara vez tienen que ver con el lenguaje constructivo y arquitectónico por lo que la discontinuidad entre la arquitectura y la decoración simbólica es casi una constante. La sala en la que doy esta conferencia se ha decorado para la ocasión con el cartel de la feria que nos acoge y nadie diría que con eso estamos engañando a la arquitectura de la sala, sino todo lo contrario.

De entre las tres decoraciones, la preferida de los arquitectos es sin duda la decoración analógica pues se aplica a expresar o ampliar no ya el destino o circunstancia de la habitación sino sus propias formas arquitectónicas: el hueco de la puerta que se reproduce en la moldura que la circunda, la estría de la columna que se hace eco de su propia verticalidad o el tendido de mortero sobre un muro que expresa su carácter laminar. Pero, ¿es eso cierto del todo? ¿no sabemos acaso que el muro no es una lámina continua sino un agregado de pequeñas piezas que quizás sería más sincero expresar mendiante la textura rítmica de un ornamento superficial? ¿son sinceras y no engañosas las estrías de una columna romana cuyo mármol exterior sólo es el forro de una columna de ladrillos?

La decoración ornamental, la más denostada de todas por su aparente desconexión con la arquitectura a la que adorna, la decoración de la Alhambra de Granada o la de los papeles pintados de nuestra habitación, puede que nos remita, para fastidio de los arquitectos fundamentalistas de la pureza, a lo más profundo del hecho constructivo, esto es, al latido y repetición de las pequeñas piezas con que se construye.

Muy tontos han tenido que ser los arquitectos modernos del siglo XX para no darse cuenta de la diferencia entre un vestido y un disfraz, entre un maquillaje o una máscara. Y muy ridículos son todos los que toman a la desnudez arquitectónica como una manifestación de lo auténtico cuando todos sabemos que la desnudez humana es una de las presentaciones más elaboradas y costosas.


3.La palabra

Pero aún con todo, el hacer de la arquitectura y el humanizar de la decoración no son aún suficientes para que sus realizaciones llegen a ser el habitat del hombre. Dice Hölderlin en uno de los más profundos y hermosos poemas jamás escritos sobre el habitat que

muchas cosas ha experimentado el hombre y
a muchas celestiales ha dado ya nombre
desde que somos Palabra-en-diálogo
y podemos los unos oír a los otros
(...)
Lleno está de méritos el Hombre;
más no por ellos sino por la Poesía
que hace de esta tierra su morada.


Lo que explicado en prosa viene a decir que, si para que las cosas del mundo sean nuestra morada es preciso que la poesía les de nombre, no menos lo han de necesitar esas cosas que hacen los hombres mediante la arquitectura y la decoración. Para que las grandes obras de hormigón o los pequeños floreros formen parte de nuestro habitat deben ser previamente pasados por la palabra, y sólo cuando encuentren la palabra adecuada o el nombre justo, esto es, cuando la poesía entre en ellos, formarán parte de nuestra morada.

De ahí la necesidad de la crítica que, en principio, no es otra cosa que palabra y que si da con la palabra justa podrá llamarse poesía.

Suelo contar para ilustrar este tercer hacer en el proceso de configuración de nuestro habitat una anécdota humana muy sencilla y doméstica: mi mujer se levanta por la mañana ojerosa y despeinada; luego se encierra en el baño durante un buen rato y sale peinada, pintada y con un rostro resplandeciente; regresa a la habitación y se viste con ropa limpia y aseada, y finalmente se despide de mí antes de salir al trabajo mientras yo me quedo maravillado por la transformación. Cuando vuelve al mediodía le pregunto si nadie le ha dicho lo guapa que ha ido hoy al trabajo, y me contesta que no, que su trabajo es un lugar inhóspito donde ya te pongas lo que te pongas nadie nunca te dirá nada. Desde luego que tiene razón: nada más inhabitable que un lugar donde no se dice nada de la hermosura del ser y de la belleza de su presentación.

En el mismo sentido del decir sobre el habitat, Jorge Luis Borges escribía: “qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso” . Y así, los olmos de Soria o el paseo entre San Polo y San Saturio cantados por Machado o los mismos patios bonaerenses definidos por el mismo Borges (“el patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa” ) consiguen la cualidad de ser definitivamente partes de la habitación del hombre.

Pero la palabra justa y adecuada a veces puede también causar un daño enorme. Cuentase que cuando el emperador Maximiliano José inauguró el edificio de la Opera en Viena, comentó con desagrado el desacierto de un planta baja realmente pequeña y fuera de escala para cumplir con dignidad la función de su relación con la calle. Al día siguiente uno de los dos arquitectos autores del edificio abrumado por la humillación del emperador (y por su acierto crítico) se quitó la vida. Todo se hubiera arreglado si el emperador hubiera visto los planos previamente a la construcción del edificio, pues tanto en arquitectura como en decoración se procede sobre proyectos que deben ser discutidos y comentados antes de ejecutarse.

La crítica es poética en tanto se esfuerce en encontrar la palabra justa para nombrar a las cosas, pero la crítica es también, para su desgracia, manifiesto del yo crítico y juicio que da vida a los objetos o los condena a muerte.

Para hacer de la crítica poética y no opinión ni juicio, yo recomiendo evitar en lo posible la expresión “me gusta” y dilatar todo lo que se pueda el “juicio de valor”. No es fácil, ya lo sé, pero ese es el secreto de la crítica. Cuento en mi “Manual de Crítica de la Arquitectura” que existe una notable diferencia entre la expresión inglesa “I like it” y la expresión latina “ eso me gusta”, porque el orden de los sujetos está invertido y mientras en la primera queda claro que hablamos del yo, en la segunda parece que estuvieramos hablando de la cosa. En el mestizaje de lenguas al que nos encaminamos deberíamos aceptar en este caso la modalidad inglesa para entender que con ese tipo de expresión no hacemos crítica del objeto sino descripción del sujeto. Cuando hablamos de nuestros gustos sobre las cosas nos estamos describiendo a nosotros mismos sin pudor, por lo que convendría tenerlo muy en cuenta. Pero si la expresión del gusto personal se queda a las puertas de la crítica, el juicio final se pasa al otro extremo, pues una vez emitido, toda la argumentación se dispone al servicio del juicio y no de la cosa. Una vez dicho que una cosa es mala o buena, lo que se pretende a continuación es justificar el juicio y no dar con los nombres de la cosa.

Para ejercer la crítica como poética, para nombrar a la arquitectura y su presentación se han escrito no pocos manuales a lo largo de la historia y se han fijado un buen puñado de palabras que actúan como referencias. Vitrubio nos proporcionó La Utilitas, la Firmitas y la Venustas. Alberti las transformó en Necesitas, Oportunitas y Voluptas. Luego aparecieron Sicurezza y Commodita, y así sucesivamente. La analítica ha arrojado otro buen puñado de nombres para acercarse a la arquitectura, tales como forma, color, luz, juego de volúmenes, espacios, secciones, texturas, proporción, sígnos, expresión, estilo, tendencia, composición, complejidad y contradicción, cualidad sin nombre, etc. etc. Todos ellos nos pueden guiar en la labor poética, esto es, en la búsqueda de la expresión adecuada al objeto que está pidiendo que hablamos de él para convertirse en nuestra morada. La diferencia entre un buen crítico que hace habitable el mundo y del mal crítico que sólo habla de sí o juzga es facilísimo de ver.

Como es muy sencillo ser lo segundo y bastante difícil lo primero, porque exige siempre preparación y disciplina. Rara vez ya se encuentra a nadie que al salir del cine diga simplemente que le ha gustado o no la película, y hasta el crítico más inepto ya hace sus pinitos diciendo que la historia era mala pero los actores lo hacían bien, que la música no acompañaba a la acción o que la fotografía era muy impactante. Que la habitación humana reciba peor trato crítico que un producto de entretenimiento debería ser motivo de vergüenza.


4. El diálogo

Pero el verso de Hölderlin no sólo habla de dar nombre a las cosas celestiales y a las cosas hechas por el hombre para hacer de ellas nuestra morada, sino que al hombre que da nombres lo define como palabra-en-diálogo.

La palabra del hombre que nombra las cosas no es por lo tanto fija y concluyente sino, como el hombre mismo, abierta, efímera y mudable. La palabra que nombra a la arquitectura y a su presentación decorativa ha de ser a su vez objeto de nuevas palabras en diálogo para que el mundo sea finalmente habitable. La palabra del hombre es pues palabra-en-dialogo, de manera que para cerrar el ciclo, la crítica de la crítica se constituye así en el cuarto y definitivo hacer del conjunto de actividades que construyen nuestra morada.

Decíamos en el punto anterior que hay mucha opinión y mucho juicio en vez de crítica, pero en este cuarto punto se ha de decir que aún se hace menos crítica de la crítica. Rara vez en estos tiempos la palabra crítica de la arquitctura es contestada y puesta en su sitio, así que me voy a permitir terminar esta conferencia mencionando lo que hay y lo que cabe hacer.

El lenguaje crítico de nuestros días está mediatizado por la sobreabundancia de información y por las necesidades comerciales del negocio de la prensa y ofrece un panorama claramente bipolar.

Por un lado, la crítica de arquitectura, ejercida mayormente por hombres en revistas de escasa tirada pero muy caras, viene expresada en un lenguaje abstracto y pseudoreligioso en el que lo único entendible suele ser el santoral de arquitectos que poco a poco se va configurando para la elevación a los altares de una Historia que le sigue después, o hasta casi se podría decir que de inmediato. La Historia pisa los talones a la crítica y ambas funcionan como el cazador y su perro obteniendo piezas para Arte. Luis Férnandez Galiano es en ese sentido uno de los pointers más trabajadores de este país. Claro que habida cuenta del negocio de la prensa y de los grandes estudios es lícito pensar que no todo es religión de Arte y servicio a la Historia sino que toda esa producción de nombres propios e imágenes fotográficas de arquitectura esconde también un deseo de notoriedad de los artistas y un trasiego de favores, invitaciones, jurados, premios y encargos. La actual crítica de arquitectura no se ocupa por lo tanto del noventaynueve por ciento de las cosas que hace el hombre sino tan sólo de ese uno por ciento que alimenta las religiones o el negocio de la Historia y el Arte. Y de ese modo la gente ha acabado por confundir arquitectura con ese uno por ciento hecho por los artistas y por entender que el otro noventaynueve por ciento hecho por los hombres no es arquitectura, –lo que entra claramente en contradicción con la definición de Morris dada al principio.

Por otro lado la crítica de la decoración, ejercida mayoritariamente por mujeres en revistas comerciales de amplia tirada y bajo precio, expresada en un lenguaje de cóctel y flirteo, lejos de llevar hacia los altares al segundo hacer del habitat, lo rebaja hacia la nada más sinsustancial. El tipo de publicación en el que viene esta crítica (por llamarla de algún modo) al estar mucho más ligado al consumo de masas que las revistas de arquitectura, muestra con mucho más descaro la componente económica y publicitaria de buena parte de sus contenidos. Y como en el caso de las bebidas edulcoradas, en vez de calmar la sed, lo que hacen es inducir a seguir comprando más y más revistas de este tipo para que nunca logremos entender lo que es la complección y naturaleza del habitat humano.

Las vanguardias y los estilos van tomando cuerpo mediante el lenguaje culto y abstracto de los críticos de la arquitectura, mientras que las modas y tendencias, aparecen y desaparecen mediante el chispeante cotilleo de las revistas “delcoración”. Las primeras alimentan los capítulos de los libros de la historia del arte y de paso, las ambiciones de los políticos que desean subirse al carro; y las últimas sirven como aceleradores de las cadenas de la producción y el consumo.
La necesidad de habitar digna y armónicamente la tierra subyace bajo todo ese palabrerío sin que se atiendan y nombren sus circunstancias y quehaceres. Y de ese modo, el mundo avanza aceleradamente, de la mano de un poderío técnico desvocado, hacia la desolación, cuando no a la destrucción.

Sirvan pues estas palabras para hacer un poco más habitable el mundo mediante el recordatorio de la definición de arquitectura, la reivindicación de la naturaleza del decoro, la consideración poética de la crítica, la crítica de la crítica y como no, la puesta en diálogo de su propio contenido y expresión.


Juan Diez del Corral