jueves, mayo 10, 2018

MÚSICA EN PEQUEÑOS LUGARES



(penúltima colaboración para el programa Longitud de Onda de Rne Radio Clásica. Aquí el borrador previo a la emisión en directo del 9 de mayo del 2018)

Eso que llamamos la Gran Música, es decir, la Música Sinfónica, la música hecha por esa gran máquina excepcional que es una orquesta sinfónica, es lógico que se ejecute en grandes espacios o en arquitecturas magníficas, como los teatros más amplios de las grandes ciudades, los auditorios de los que hablamos hace unos cuantos programas, o incluso en los escenarios de edificios pensados para las óperas. Con Brückner y con Mahler, verdad, esas enormes máquinas de sonido que son las orquestas sinfónicas habían llegado a tener más de cien músicos sobre el  escenario, por no hablar de las decenas de cantantes de las corales cuando había que interpretar sinfonías con partes cantadas.

Pero como toda civilización que se expande y llega a su cenit, la música también se hundió, o si lo prefieren, ascendió  al cielo de las artes, o mejor aún, según la acertada expresión que acuñó Ortega y Gasset en su incipiente ensayo de 1925, “se deshumanizó”.  Nada mejor para entender el desconcierto que produjeron las vanguardias artísticas en los albores del siglo XX que  leer este precoz ensayo de Ortega, La Deshumanización del Arte. La música, como la poesía, la pintura, o la arquitectura se hicieron abstractas y vanguardistas y nos dejaron con cara de tontos.

Ahora bien, la música, tan íntima y necesaria para la vida de los hombres, no podía morir del todo, no podía deshumanizarse. Y aunque muriera en Viena, o en el corazón de Europa, y subiera a los cielos del arte por el arte con Schönberg, Stravinsky, Webern, etc, la música para la humanidad, la música con vocación de universalidad tendría que volver nacer en algún otro lugar. Y así ocurrió. La música vino al mundo donde menos nos lo podíamos imaginar: en los campos de algodón de los Estados sureños de Norteamérica y en los garitos de Nueva Orleans.  

Y es que la gran música de la primera mitad del siglo XX  ya no va a ser  la música vanguardista europea sino el Jazz, y en su origen, cómo no podía ser menos, el  jazz fue una música alegre y sencilla: el dixie tocado en los garitos de Bourbon Street. Una música, por cierto, que llegó a Europa con la Primera Guerra Mundial con otro nombre, el charleston.

1) Pues bien, para proponerles visitar ya algún local donde escuchar dixie, les diré que si van a París no dejen de ir a  La Caveau de la Huchette , templo sobreviviente de aquel jazz primitivo, un local situado en el barrio Latino que descubrí una noche con mis compañeros de Escuela por pura casualidad y sobre el que escribí este pequeño artículo para no olvidar su localización.

A modo de muestra vamos a escuchar un tema de Fats Waller y Ada Brown, That ain’t Wright  de la película Stormy Weather (1943) donde se reproduce el ambiente de uno de aquellos bares o garitos del dixie donde, como digo yo, o entiendo yo,  renace la gran música en el mundo.




2) El jazz creció muy rápidamente y tras viajar de New Orleans a Chicago, al final se instaló en Nueva York donde los pequeños grupos se trasformaron en fantásticas orquestas o Big Bands, y los bares y garitos dieron paso a elegantes clubs donde la música recobró otra de sus funciones capitales: dar baile. 

Como homenaje a un músico de mi pueblo, hace años escribí un bonito artículo titulado LA MUSICA QUE DA BAILE

Y decía allí que esa es una de las funciones más hermosas de la música. Pues bien, en cierta ocasión, cuando Juan Claudio Cifuentes vino a Logroño a hacer un programa sobre la Big Band amateur donde yo tocaba para su programa de TVE2 Jazz entre amigos, nos contó que la forma en que las grandes big bands conseguían los contratos de las mejores salas de bailes de Nueva York era tan sencilla como ver cuál de ellas sacaba más gente a bailar a la pista.

Por haber pertenecido a otra generación (yo nací en el 53, es decir, con el rock and roll) he lamentado mucho no haber visitado nunca o no haber buscado por el mundo alguna de aquellas maravillosas salas de baile donde las Big Band hacían vibrar su excelente música.




Sólo las he visto en fotos o en las películas, pero gracias a la magia de la imaginación podemos poner juntas, por ejemplo, la Sala Pasapoga de Madrid y una de mis orquestas preferidas la de Cab Callowey, con una invitada excepcional, Dorothy Donegan.  El corte al que les invito está en la película Sensations of 1945 y aunque es un poco largo y la orquesta de Callowey no entra hasta el minuto cuatro seguro que lo van a disfrutar porque tiene una entrada de piano digna de la mejor y más variada de las músicas.




3) Bueno, pero volvamos de las salas de baile a los pequeños locales de música, los bares, o los garitos pequeños donde el músico, bien el profesional o también el amateur entra en contacto directo con el reducido público que ha caído por allí a tomarse una cerveza.  Hay tantos repartidos por el mundo que es imposible hacer una lista sin olvidar alguno muy querido, pero si me pidieran que mencionara uno solo, casi seguro que me saldría el Café Central de la plaza Santa Ana de Madrid.

Lo del bar y la música en vivo era el sueño de mi profesor de Jazz, Renato Valeruz: poder abrir un bar donde no hubiera música ambiente sino siempre música en vivo, desde la más elemental a la más sofisticada, dependiendo la suerte.

Tratando de recordar la experiencia musical más intensa o sorprendente que he tenido en un bar les voy a llevar a un pub inglés el Royal Oak Inn, el único pub de Luxborough, una pequeña aldea de Somerset, al sur de la ría de Bristol. Desde muchos hace años paso las vacaciones de verano con mi familia intercambiando la casa, lo que posibilita un encuentro más íntimo con los lugares que visitas. En el año 1996 caímos así en una pequeña aldea cercana a Minnehead que tenía un pub muy antiguo donde daban una comida elemental y una cerveza estupenda.



Pero lo mejor de ese pub era que los sábados por la noche la gente de los alrededores se congregaba para cantarse canciones unos a otros. Uno traía un banjo y cantaba una canción alegre; otra pareja tocaba una vieja melodía popular con un clarinete y un tamboril; y los músicos más preparados se acercaban al piano de pared a tocar algún tema desconocido o a acompañarse para cantar una canción de amor. Era un pupurrí de lo más tranquilo, amable y sencillo, como no he visto nunca en ningún otro lugar. Bueno, sí, una noche en un bar de Inverness viví algo parecido. Y supongo que muchos oyentes habrán tenido alguna experiencia similar.

¿Qué pieza desearía escuchar yo en un pequeño lugar como un bar de pueblo?

Jugando con el tiempo y con los géneros se me ocurre que nada más apropiado para una velada en un bar que una canción de un músico favorito. Todos los grandes músicos han compuesto bellísimas melodías para una voz y un piano de acompañamiento. Uno de mis discos preferidos es el de Lieders de Brahms cantados por Jessie Norman con Baremboin al piano (Deuschte Gramophone). Les pongo el primer corte, el impresionante Liebestrau (Amor fiel) sobre un poema de Reinick que pueden leer traducido en la web el blogdemaac:





El podcast de la versión de radio en directo puede escucharse en este enlace.