viernes, febrero 01, 2019

LA ENCINA DE LA LOMBA




En 1994 La Consejería del Medio Ambiente publicó un libro sobre árboles y arboledas de la Rioja que celebré con un buen puñado de excursiones y en el que lamenté que no estuviera incluida “la encina de la Lomba”. No es que por haber salido en ese libro algunos de los más venerables árboles de La Rioja estuvieran más protegidos (a los cedros del Espolón, por ejemplo –pag 112-, no les sirvió de mucho haber sido incluidos en él) pero es posible que con un poco más de atención pública, quienes destruyeron aquella singular encina veinte años después de que el libro fuera editado, igual se lo hubieran pensado dos veces. 

Como pueden ver por la ilustración que acompaña estas líneas, la “encina de la Lomba” no era un árbol singular por su antigüedad o por su rareza botánica. Era una simple encina -o más bien tres, como pude comprobar cuando un día me acerqué hasta él...-, 



...pero su excepcionalidad radicaba en su ubicación, en su aislamiento en una gran finca de cereal al otro lado del barranco de Santa Lucía de Ocón.  Una cualidad, la de la ubicación, que los ecologistas o naturalistas no parecen tener tanto en cuenta como aquellos que miramos los paisajes buscando puntos visuales de apoyo o incluso referencias humanas. La “encina de la Lomba” era para todos los que la hemos contemplado con interés y emoción (y me acuerdo en especial de mi amigo Carlos Lloret que siempre la elogiaba cuando venía a Santa Lucía) algo así como un punto de apoyo en el que la mirada evitaba perderse cuando se mira vagamente el paisaje.  Un nodo, un vórtice, un ojo, una pupila.


El año 2014 fue muy triste para mí. Durante sus largos meses estuve pendiente de la lenta muerte de mi madre, que aconteció justo después de navidad. Y seguramente por ello apenas presté atención a otras desapariciones menos íntimas o personales, como la de la ”encina de la Lomba”. Me pasó lo mismo con el horror de la plaza de mi pueblo, Anguciana, construida durante los meses en que mi padre se moría. Y así, cuando veo la desolación de esa plaza o la ausencia de la ”encina” en la finca de enfrente de Santa Lucía, no puedo dejar de pensar en lo íntimamente ligadas que están a las ausencias de quienes me dieron la vida.


La Lomba era una gran finca de cereal de una tierra bastante pobre y pedregosa que solía quedarse en barbecho entre cosechas para ser pastada por las vacas.  Según me contó el anciano pastor de Santa Lucía cuando finalizaba el siglo pasado, todo el monte de la margen izquierda del barranco estuvo cultivado cuando él era niño pero con la regresión del campo había vuelto a revertir en bosque de encinas. Todo, menos la gran “Lomba” que seguía ahí con su encina en medio, como un enorme dinosaurio de otra época.

Las nuevas técnicas agrícolas y la expansión del viñedo han transformado radicalmente el destino de la finca arrasando (por veinte miserables cepas…) la encina que la singularizaba. Huyendo de la monotonía  de las hileras de alambres por donde crecen las vides, la atención del contemplador se desvía ahora hacia la parte inferior de la Lomba donde han construido una gran balsa para el riego por goteo con una lámina negra de impermeabilización, y donde resuena en el barranco un motor de gasoil durante innumerables días y noches de verano. 

Yo no tengo nada contra el devenir y el destino (nada se puede tener contra eso), pero sí tengo un mensaje para todas esas gentes que quieren hacer de los viñedos riojanos Patrimonio Cultural de la Humanidad: que ahí en la Lomba, donde ya no está aquella hermosa encina,  tienen un buen borrón.





(artículo remitido a la revista Piedra de Rayo en octubre del 2017, que por la jubilación de su director tiene visos de quedar sin publicarse en papel)