miércoles, febrero 22, 2012

ARQUITECTURA Y VEJEZ


Reedito aquí estos pensamientos que estaban perdidos en sus publicaciones anteriores (rev Archipielago n 44 y elhAll/hC n 72, 73 y 74)  porque he visto que aún hay personas o instituciones a los que les pueda interesar y porque creo que el formato de blogspot es el más idóneo para su lectura. 



            
 Asilo prisión

 Hace unos cinco años encontré en una revista editada por el Colegio de Arquitectos de Extremadura (Oeste 11/12, pag. 106) las plantas y las fotografías de un asilo en Badajoz construido hacia 1983 en medio del campo con la tipología de un panóptico de nueve brazos. El aislamiento del edificio respecto a cualquier calle y el hecho de que los panópticos hubieran sido las tipologías preferidas durante más de un siglo para la construcción de cárceles, me horrorizó en tal manera que tuve que echar mano de la ironía para descargar mi desazón: “ser viejo en estos tiempos parece ser una maldición, pero serlo en Badajoz, a tenor de la interpretación de este compañero, ha pasado a ser delito” (ELhALL, Boletín Oficial del Colegio de Arquitectos de La Rioja nº 4, Abril 1995, pag. 2).

La imagen era ciertamente cruel, pero como pude comprobar poco después consultando la Historia de las Tipologías Arquitectónicas de Nikolaus Pevsner (ed. GG) no era una exclusiva de nuestros tiempos. La propuesta de Antoine Petit para el nuevo Hotel-Dieu (el hospicio más conocido, y quizás también el más espantoso de Europa) consistía igualmente en una planta en panóptico con seis radios, que a su vez parecía inspirada en una planta de Hospital de Antoine Desgodets de finales del siglo XVII o en el proyecto ideal de un hospital del tratado de L.C Sturn de 1720. 


Claro que un asilo de jubilados del último cuarto del siglo XX no es lo mismo que un hospital neoclásico ni nada parecido a una institución tan compleja como el Hotel-Dieu parisino donde se amontonaban todo tipo de infortunados. La elección de la planta radial de pabellones con un sala central, estaba justificada en aquellos viejos proyectos porque la sala central donde convergían los pabellones funcionaba como una torre de ventilación.

Tanto para las prisiones como para los hospitales, el famoso tratado de J.N.L. Durand, publicado a partir de 1802, proponía tipologías ortogonales articuladas en torno a patios o a series de pabellones, 


y reservaba la planta en panóptico sólo para el uso de biblioteca por las posibilidades simbólicas de la cúpula central, 


espacio solemne que se repetirá incluso en algunas de las bibliotecas más famosas del siglo XX sin la necesidad siquiera de extender el edificio mediante brazos radiales. En definitiva, la mayoría  de los hospitales del siglo XIX fueron construidos según la tipología de pabellones seriados o articulados, pero no así las cárceles dónde verdaderamente triunfó la planta en panóptico por una simple cuestión funcional: si el panóptico se define como el edificio de pabellones radiales cuyo interior es visible desde un sólo punto central, las posibilidades de la vigilancia de los reclusos desde tan ventajosa posición eran innegables. El citado libro de Pevsner lo ejemplifica mediante unas cuantas prisiones esparcidas por el mundo, con cuatro, cinco, seis, ocho y más pabellones radiales; pero dada la proximidad visual de la cárcel modelo de Barcelona no es necesario ir más lejos para establecer la similitud entre una prisión de origen ilustrado y el asilo de ancianos del que venimos hablando. La única diferencia es que en nuestro asilo de Badajoz el espacio central de articulación de todos los pabellones no es un centro de control de entradas y salidas de las celdas sino una capilla desde donde el Dios cristiano católico (por seguir con la ironía que descarga la desazón) administrará la salida última de los ancianos hacia el más allá.
           
           
Asilo boutique

Muy distante de la anterior, la segunda imagen de horror respecto a la arquitectura de la vejez con la que trato de abrir estas reflexiones, la encontré en las fotos de los interiores de una Residencia de Ancianos en Madrid construida en 1990, y concretamente en la imagen publicada en la página 76 de la revista Arquitectura nº 281 del Colegio de Arquitectos de Madrid. 



La estética minimalista y depurada de este interior diríase que responde a las exigencias de las tiendas o boutiques más caras de la moda, por lo que cuando la ví por primera vez mi imaginación se enredó en desentrañar las confusas sensaciones que podría producir un ambiente así en un anciano o una anciana española con todo el duro siglo XX a sus espaldas. Los arquitectos siempre publican sus obras en sus revistas de arquitectura sin la presencia de gentes o de los enseres vitales que precisan los edificios; los fotografían en general como si fueran esculturas pristinas, por lo que en este caso, la presencia de un decrépito anciano en tan artístico ambiente se me hacía más dicícil aún de imaginar que sus sentimientos. No le ocultaré al lector la anotación que hice bajo la foto para aliviar también mi irritación: “pobres ancianitos, cuando vean estas cosas pensarán que ya se han muerto...”
           
           
El asilo sin atributos

Tengo un ciento más de imágenes de la pobreza arquitectónica de nuestro tiempo en los edificios destinados a albergar a los ancianos, pero estas dos que he traído aquí son suficientemente significativas no sólo de la indigencia de la arquitectura moderna sino de la ausencia casi absoluta de una reflexión previa sobre el papel del anciano en la ciudad o sobre su condición de persona que habita un lugar. En un fugaz repaso sobre los  escasos edificios de asilos publicados en las revistas de arquitecturas de nuestro país puedo decir que nunca nadie los identificaría como tales y que en las formas de sus fachadas o de sus interiores sólo acogen los tics formales del estilo del autor o del estilo de la época, asemejándose por lo general a informes masas de apartamentos turísticos o descompuestos bloques de viviendas, cuando no a pulcros edificios de almacenaje o de carácter neoindustrial. La mayor parte de ese muestrario pertenece a arquitectos sin mucho renombre, pero dos de los asilos más conocidos por la fama de sus arquitectos, el de Blackheath de James Stirling en 1960 o la Guild House de Robert Venturi de 1961 bien podrían pasar por unos laboratorios farmaceúticos o por un convencional edificio de viviendas.



En aquellos asilos previos a la modernidad, esto es, anteriores a la Primera Guerra Mundial, aparecen sin embargo un par de símbolos evidentes: uno, el carácter de institución social o de gran equipamiento comunitario diferenciado; y dos, la capilla de la orden religiosa propietaria que suele presidir la fachada y la ordenación de la planta. A partir de esa fecha, y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial en la mayoría de las residencias para ancianos  construidas por toda Europa , los edificios carecen no ya de este par de símbolos, sino incluso de cualquier tic estilístico del autor o de la época. Son, con mayor o menor eficacia, pura ingeniería de la funcionalidad en el almacenamiento de ancianos (vease al respecto el manual “Viviendas para la tercera edad” de Konrad Schalhorn, ed. GG 1977). Una ausencia simbólica o ausencia de arquitectura que Robert Venturi lleva hasta las últimas consecuencias y la convierte en teoría cuando acepta en “Learning from las Vegas” que su edificio de apartamentos para ancianos sea feo y ordinario  por contraposición a los ridículos intentos de una arquitectura heroica y original  de un Paul Rudolph por ejemplo. El mérito de Venturi por teorizar la banalidad es innegable pero quizás por ello la historia de la arquitectura le ha condenado casi al olvido o, mucho más perversamente, ha tomado sus teorías como una originalidad más, tan propia de un artista.

A tenor de esa ausencia de expresión arquitectónica podría decirse que la vejez no constituye en nuestros días un estamento diferenciado digno de representación urbana. Los viejos en nuestra sociedad no serían mas que habitantes con otras necesidades de vivienda (por lo general con menos espacio) y sus viviendas o residencias apenas se diferenciarían de las de los otros grupos de edad. En la Historia de la Vejez de Georges Minois (libro tostón donde los haya) se cuenta que la Edad Media parece ser la época en la que la vejez no está tan diferenciada de las otras edades del hombre, y en que la vida aparece más bien como una unidad sin separación de etapas. No he llegado hasta nuestro siglo en su repaso histórico de la vejez ni creo que llegue nunca al final de los libros de Minois porque están escritos como esos artículos de los suplementos semanales en los que un periodista va yuxtaponiendo las declaraciones de un chiquilicuatri con las de un experto o con las de uno que no sabe nada del asunto sin solución de continuidad; pero como observador de mi época, me parece innegable que la vejez es en estos tiempos una etapa de la vida clarísimamente diferenciada por esa cesura llamada jubilación o finalización de la actividad laboral y comienzo del cobro de pensiones que los Estados del Bienestar han fijado en la edad de 65 años.

Como demuestra la arquitectura de los últimos cincuenta años los ciudadanos de esa clase perfectamente diferenciada socialmente no han tenido un puesto claro en cada una de sus ciudades hasta que han descubierto las ciudades turísticas del Mediterraneo y se han instalado allí como sus ocupantes más destacados. Ingentes masas de jubilados de Europa, a quienes el brusco corte con su sociedad a través de la desvinculación con el trabajo les ha producido un notable desgarro o marginalidad social en sus propias ciudades, ven con buenos ojos el inicio de una nueva vida en lugares ajenos y anónimos bañados por el sol. Diríase entonces que el viejo de nuestros días es como un turista de poder adquisitivo bajo pero permanente, un turista trescientos sesentaycinco días al año, un turista a dedicación completa. Y que la arquitectura genuina de nuestro tiempo destinada a la vejez  no sería otra que la misma arquitectura, anónima, convencional e informe, destinada a las masas de turistas.

No sé que es peor, si ver a los viejos en un penal como el de Badajoz, en una boutique como la de Madrid o comprándose un apartamento en Torrevieja (nombre sugerente donde los haya para pasar la vejez). No sé si vale la pena buscar una redefinición de los asilos como equipamientos urbanos o permitir que los viejos se disuelvan como clase social mezclados con los turistas. Los datos estadísticos o las noticias de experiencias concretas pueden ser referencias que nos guíen en la indagación. El País del 14 de febrero del 2000 publicaba una página dedicada al problema de la ubicación de los ancianos españoles en la que se daba la cifra de que en España hay 6,5 millones de personas mayores de 65 años y que entre ochenta o noventamil de ellos (un 13% mas o menos) están en listas de espera para tener plaza en residencias públicas. Según los responsables de Asuntos Sociales, quienes buscan plaza en esos asilos desean no alejarse mucho de su barrio, de sus amigos o de su familia, o sea, seguir arraigados a sus ciudades. Otro ejemplar de El País, éste del 23 de marzo de 1999, traía como reportaje la experiencia de 122 pensionistas malagueños que habían preferido autogestionarse su vejez construyéndose una residencia propia, ajenos a las listas de espera de los asilos institucionales o a las ofertas de apartamentos turísticos. Al margen de las plazas del Estado o de las ofertas del Mercado, la experiencia de los jubilados malagueños tiene todos los aires de una Icaria o de una Comuna anarquista, por lo que cualquier investigador social que se precie ha de hacer un seguimiento detallado de esta vía intermedia entre el asilo y el apartamento turístico. 

Desgraciadamente he de decir que la imagen arquitectónica que ofrecía la residencia en cuestión no distaba de los habituales apartamentos turísticos en ladera, aunque es posible que en su interior albergase alguna novedad espacial.
           

Una teoría de la vejez

Incapaz de proponer por mi parte soluciones arquitectónicas a los problemas así planteados, y escéptico ante las soluciones que pueda aportar la cultura arquitectónica de mi tiempo (una cultura cuyos rasgos más definitorios son la abstracción de formas, la ausencia de símbolos y la negación de la decoración), yo creo que lo más pertinente es redefinir el problema en su origen, esto es, hacer alguna aportación a la teoría de la vejez en nuestro tiempo y sobre todo atacar a ese brusco corte de los 65 años que todo el mundo acepta como si de una imposición divina se tratara.

En mi esquema de la vida humana, un esquema sencillísimo que he buscado sin éxito por diversos autores y obras a ver si ya lo habían propuesto, sólo hay tres etapas claramente diferenciadas: una es la anterior a la crianza, otra es la relativa a la crianza y la tercera es la etapa posterior a la crianza; es decir, me parece que la crianza o reproducción de la especie es el acto central de la vida del hombre, y que proponer otros centros como la vida laboral o las cifras de unas edades determinadas, es sin duda mucho más artificial y enajenante. Como artificial y enajenante es la institución familiar prolongada más allá de la crianza con fines tan dispares como santificar el sexo para Dios o garantizar una cierta asistencia social en la vejez. El periodo que va desde que nos dejamos seducir por una hembra o un macho para iniciar la reproducción hasta el momento en que esos hijos creados por nosotros se van de nuestro lado por cansancio, por edad o por que se han visto seducidos a su vez por una nueva hembra o macho, constituye el núcleo de la vida de los seres humanos. Antes de él, uno está vinculado a sus progenitores, durante ese periodo está vinculado a su pareja y a los hijos; y luego..., luego..., bueno, esa es la pregunta sin respuesta. Nadie ha sido capaz o nadie que yo sepa ha querido definir e institucionalizar, con un rito incluso, ese momento en que la crianza se acaba y el grupo familiar se disuelve. Aún a sabiendas de que la familia carece de sentido porque ya no existe seducción alguna entre los miembros de la pareja, y porque los hijos no nos necesitan para nada, los hombres y mujeres de nuestro tiempo (o de casi todos los tiempos) viven con la ilusión de que el grupo familiar que se formó para la crianza es indefinido y que, como tal, constituye una aceptable salvaguarda contra la soledad. Acabada la crianza, –completo así la definición de mi sencillo esquema vital– los seres humanos ingresamos en la vejez, naciendo como verdaderos individuos aislados y diferenciados. Y ese renacimiento precisa, a mi juicio, de una definición y un rito; precisa, por supuesto, de una nueva arquitectura en la ciudad.

En las distintas épocas de la historia, esas personas que han acabado la crianza, esos “viejos” así definidos, se han dedicado con mayor ocupación a los asuntos públicos, a los negocios, al pensamiento o al retiro. La soledad (esa soledad que tendrá expresión definitiva en la muerte) se constituye en la clave de su existencia y tiene dos expresiones antagónicas: bien la aceptación, mediante el retiro urbano (a un monasterio, al campo, –ahora al turismo anónimo y masivo); o bien la negación, mediante el estrechamiento de los lazos urbanos. Los viejos son los que verdaderamente optan por la ciudad o por su aniquilación, porque los otros, los que están ocupados con la crianza, siempre antepondrán los problemas de su núcleo biológico a los problemas urbanos. Si el genuino ciudadano moderno construido con Carta tras Carta de Derechos ha llegado a ser un individuo perfectamente aislado e identificado como unidad, ese individuo es sin lugar a dudas el “viejo” una vez desvinculado del proceso de crianza. (De lo contrario podríamos seguir dando por buena aquella organización pseudodemocrática que Franco estableció en sus Cortes con el llamado tercio familiar: o los ciudadanos son parte de una familia, –o de un sindicato, o del partido único– o no son ciudadanos sino seres fuera de la política, fuera de la ciudad; seres marginales.) 
           

La ciudad vieja

Establecida esa nueva definición del viejo como el verdadero ciudadano, es preciso que volvamos nuestra mirada a la ciudad y a sus problemas arquitectónicos y urbanos. Mientras que la arquitectura moderna iba arrasando durante el transcurso del siglo XX cualquier simbología de representación urbana, poco a poco iba naciendo también una nueva sensibilidad por lo que se ha dado en denominar con términos bastante lamentables “el patrimonio histórico” de las ciudades. Una de las inquietudes que definen la cultura arquitectónica de nuestra época ha sido la de tratar de respetar toda aquella arquitectura antigua en trance de desaparición, toda aquella arquitectura vieja que trajera a estos tiempos de disolución urbana la simbología de representación que tuvo en otros momentos. El interés por lo viejo como significante urbano frente a la ingente masa de bloques de viviendas de noventa metros cuadrados destinadas a las familias en crianza, ofrece la interesante sugerencia de enlazar a esos nuevos ciudadanos aquí definidos y llamados “viejos” con esa ciudad vieja que todavía está ahí subsistiendo entre el marasmo de arquitecturas in–significantes.

Hasta hace muy pocos años, y antes de que las descalabradas políticas sociales y urbanas de los socialistas primero y de los populares después, dieran al traste definitivamente con la vida del Casco Viejo de mi ciudad (Logroño) metiendo indistintamente bares, instituciones públicas o museos allí donde pudieran, podía observarse que dicho Casco Viejo estaba mayormente habitado por viejos, cuyos hijos ya criados se habían ido a criar a su vez a los bloques de viviendas construidos al efecto en la ciudad nueva. Fue una situación coyuntural y breve en la historia de la ciudad pero muy interesante y tremendamente significativa. Parecía natural y hermoso que los viejos vivieran en el Casco Viejo y que los jóvenes se instalaran en la ciudad moderna. Cuando yo vivía en Barcelona a comienzos de los setenta también recuerdo que se decía que la población de la parte vieja de la ciudad era mayoritariamente vieja.

En los innumerables Cursos, Seminarios, Jornadas y todo tipo de publicaciones que se han producido durante los treinta últimos años sobre el tema del “patrimonio histórico” de las ciudades no he encontrado ni una sola ponencia que tratase sobre el fenómeno natural del envejecimiento y muerte de los edificios como reflejo del propio envejecimiento y muerte de los hombres. Así que tengo que hacer a continuación un apunte apresurado de lo que podría ser una ponencia sobre arquitectura y vejez.
           

Ruina y vejez

Ante un edificio viejo existen dos posturas irreconciliables: 1) la de quien propone su aniquilación, y 2) la de quien postula salvarlo. Las razones que han movido a quienes a lo largo de la historia han propuesto la desaparición de los edificios han sido variopintas, pero por lo general puede aceptarse que la principal ha sido siempre la de la sustitución de una cultura por otra: el cristiano construye la catedral derribando la mezquita (el híbrido caso de Córdoba tiene su gran atractivo justamente en su excepcionalidad), la catedral renacentista hace caer la románica (aquí la hibridación excepcional se sitúa en Salamanca), etc. Mis mayores sorpresas estudiando historia de la arquitectura me las he llevado al leer el desprecio que desde una época de la historia se hacía a la anterior: los renacentistas llamando bárbaro a lo gótico; los neoclásicos arremetiendo sin piedad contra el barroco; y ya no digamos a Le Corbusier y los modernos despreciando a los historicismos del XIX. Sólo en nuestra época parece haberse detenido ese desprecio cultural a los viejos edificios o las zonas viejas de la ciudad.

La vida de los edificios como un todo orgánico es variable y para dar unas cifras de referencia, podría oscilar entre los cincuenta y los quinientos años. Es difícil encontrar un edificio que mantenga sus mismos usos, sus mismos signos y su estabilidad constructiva por encima de esa edad. Además de ello, a lo largo de la vida de un edificio, éste ha de soportar sucesivas operaciones de mantenimiento y conservación que o bien le pueden mantener en su esencia original o bien pueden dar al traste con ella. Las reformas sobre un edificio viejo han dado lugar a teorizaciones sobre “la intervención en el patrimonio” que se han prodigado estos años entre los partidarios de la segunda postura antes definida, esto es, la del no derribo del edificio; y que a la postre se han definido en torno a dos actitudes más o menos claras proporcionadas por dos grandes figuras de la cultura arquitectónica del siglo XIX: Ruskin y Viollet le Duc. Mientras la actitud del primero sería más o menos la de momificar al edificio viejo como a un faraón para que viva eternamente, la del segundo estaría más en la línea de hacerle todo tipo de intervenciones quirúrgicas y cirugías plásticas para que parezca más o menos lo que fue en su juventud. Sesudos arquitectos debaten caso por caso el acierto de una u otra postura en cada edificio concreto con sus estrechas miradas de  entomólogos o de coleccionistas, sin plantearse en ningún caso que la totalidad orgánica del edificio ya ha desaparecido porque ya no hay dioses que lo habiten o ni siquiera hombres que lo entiendan. Los edificios pasan a ser otras cosas dentro de la ciudad, –por ejemplo dejan de ser palacios habitados por señores para convertirse en museos visitados por turistas, etc.–, siempre y cuando una poderosa razón económica no mueva a su aniquilación absoluta. Nuestra declaración de ruina, o sentencia de muerte de un edificio, obedece en la actualidad no a razones de renovación cultural sino a razones económicas. La ciudad que va dejando vivir a unos edificios y mata a otros ya no es tanto un marco de representación social y cultural o una plaza estratégica y militar, sino sobre todo un mercado económico en el que no sólo los edificios, sino sobre todo los solares que ocupan, tienen valores o alcanzan cifras absolutamente determinantes sobre la vida de los edificios. O dicho de otro modo: la salud y la vida de un edificio como un todo orgánico ya no está ligada a la vida de los hombres que lo construyeron o a los hombres que lo mantienen sino a las variables de un mercado que genera la ciudad como sistema económico autónomo, y cuyas leyes están siempre por encima de las otras razones de los hombres.

A caballo entre los siglos XX y XXI, empezamos a saber que la vida de los hombres está ligada a un mapa genético que parece que vamos a ver en breve y a una crianza que se aventura sustituible por la programación genética. La muerte de los hombres está aún ligada al azar o a programaciones genéticas de degeneración de las células o de los órganos vitales que los científicos se afanan por desentrañar. Por su parte, la muerte de los edificios depende de su propio valor funcional en relación con las operaciones de reconstrucción, –tal y como establece el principio legal de la declaración de ruina– o, al margen de ello, del valor económico del solar que ocupa dentro del organismo de la ciudad. Y la vida de los edificios, por último, estaría mas bien ligada a una primera funcionalidad o a una prestación de servicios comparable con lo que aquí venimos denominando crianza.

Pues bien, al menos en la era anterior a la programación genética, edificios viejos y hombres viejos serían todos aquellos que hubieren acabado su ciclo de funcionalidad o de reproducción y estuviesen a la espera de que una ley económica del mercado de la ciudad acabase en demolicion o a que una gripe asiática, un infarto o cualquier otro mecanismo de aniquilación, diese con nosotros en el cementerio. Cuando digo que tales edificios y tales hombres pueden llegar a entenderse por afinidad de destinos, y que esa idea es hermosa y sugerente, ha de entenderse que quiero negar para mi época la existencia de una arquitectura específica, de una arquitectura nueva que acoga a los viejos.



El panóptico, la boutique o los apartamentos de la playa no serían deleznables por sus tipologías, por la abstracción formal, o por su convencionalidad, sino sobre todo porque son edificios nuevos.
           

Conclusión

Como elemento urbano no inmueble, el coche tiene también alguno de los atributos de un edificio. Mi viejo padre tiene un Rover 2000 de hace más de veinte años que siempre tiene alguna avería. Hace algún tiempo le decía que lo cambiara por uno nuevo hasta que un día me dí cuenta de la belleza de la historia: “mi coche está tan viejo como yo –me decía cada vez que le preguntaba por el estado su estado de salud o por las averías del coche–, pero creo que soy yo el que le voy a sobrevivir y que ya nunca me compraré otro”.

El viejo mas sabio es el que ha sobrevivido a su coche y no pertenece a la casa en que duerme. El viejo más viejo es el que ya no tiene una casa, sino que ésta es su ciudad.

Así que debemos cuidarlos como nuestro mayor “patrimonio urbano” y evitar que emigren al sur o sean encerrados en una institución  porque como decía Temístocles hace ya mucho “sólo la ruina nos preserva de una ruina mayor”.