0. La conferencia
Para
quienes hemos escogido la escritura como medio de comunicación, las
conferencias suelen ser un pequeño martirio porque la paciencia con la que
vamos buscando las palabras o hilvanando las frases en nuestros escritos poco o
nada tienen que ver con la habilidad de quien sabe plantarse ante un público y
un micrófono durante una hora seguida, hablando sin parar. La superioridad del
arte de la oratoria sobre el de la escritura es absoluta porque mientras ésta
es una actividad fantasmal en la que el autor se aleja y esconde en la soledad
del lápiz y el papel (ahora ordenador), aquella nos depara siempre la
intensidad propia de la presencia física. La escritura, como también el cine,
se elabora sobre el truco de horas y horas de trabajo, dando a la postre una
imagen de sus autores muy superior a su auténtico valor. Así que cuando el
escritor debe enfrentarse al reto de decir las cosas de una manera directa y en
tiempo real, cae en la cuenta de sus limitaciones y lo pasa francamente mal
(justamente lo contrario de aquél que apenas nunca ha tenido nada que decir y
le ponen un micrófono delante, –todo hay que decirlo).
Las
conferencias son para el escritor auténticas curas de humildad, razón por la cual
debe aceptarlas sin rechistar.
Por
suerte, hasta la fecha no me han “invitado” a muchas de estas terapias, y
quienes lo han hecho han sido casi siempre amigos. Pero eso aún es peor porque
en tal caso sucede que a las propias molestias de la humillación hay que añadir
el miedo a decepcionar a tus anfitriones.
De todos
modos, a pesar del penoso trance de la sesión terapeútica y de la sensación de
culpabilidad que te causa el fraude hacia quienes depositaron su confianza en
tí llamándote para dar una charla, resulta que al final de todo sales con un
buen material de frases y palabras, y no pocas energías para ponerlas de nuevo
por escrito, empezando el ciclo una vez más. Con las notas y esquemas juntados
y pensados antes de la conferencia, con las apreturas y sudores de la sesión de
cuerpo presente, y con las preguntas y comentarios que surgen a continuación,
acopias una documentación que no puedes en ningún caso dejar que se pierda sin
ponerla pronto por escrito. Al revés de lo que pueda parecer sensato,
últimamente me ha dado por escribir las conferencias después de darlas: un poco
pues, a modo de memorandum, y un poco, también, para volver a salir de lo bajo
que has caído.
La que
escribo a continuación titulada originalmente
“Delcoración” y finalmente
“Arquitectura y delito”, tuvo lugar en Palma de Mallorca el día 24 de
octubre del 2002 a invitación del decorador y profesor de decoración Francisco
Romero, en el marco de la segunda edición de la feria regional MODEC. Vayan a
él dedicadas estas líneas como gratitud por su confianza y como reparación de
mis carencias oratorias.
1. La arquitectura
La voz
arquitectura se ha desgastado tanto que para volver a encontrarle sentido o
ponerla en su sitio hay que repensar todo en origen.
La
construcción del hábitat propio por parte del hombre pudiera verse como una
continuidad con los nidos que se hacen los pájaros, las madrigueras de los
conejos o los panales de las abejas; un “hacer” inocente al que los hombres no
suelen llamar arquitectura sino construcción a secas. Sin embargo, William
Morris, un pensador poco sospechoso de arrimar el ascua a su sardina (pues no
era arquitecto), definía la arquitectura como toda alteración en la superficie
terrestre destinada a satisfacer sus necesidades; así que al margen de
cuestiones gremiales, bien podríamos entendernos con esa definición, –o acaso
con una addenda explícita en la que se dijera que las necesidades que trata de
satisfacer el hombre con la arquitectura son las de su hábitat. O sea, las
mismas que las del conejo o la abeja.
La
arquitectura es la actividad del hombre que hace su hábitat en la superficie de
la tierra (...y ahora un poco más allá de esa superficie, en las estaciones
espaciales...). Un hábitat que comienza con la construcción del nido o la casa,
pero que dada la propia complejidad de hombre, se extiende pronto a otros
territorios como las conexiones entre las casas, o a los utensilios pequeños
que las hacen más habitables.
El uso
de la palabra arquitectura podría por tanto extenderse a los campos de lo que
hoy se entiende como ingeniería civil o a los del diseño de objetos, y con ello
empezar a sentir todo nuestro hábitat en la tierra como un continuum sin
sobresaltos. Tan hábitat es la autopista o el aeropuerto por el que llego a la
ciudad de Palma, como la silla en que ahora me siento. Todas las cosas hechas
por la mano del hombre modificando o acomodando la naturaleza para su
habitación pueden merecer el nombre de “arquitectura”, porque entre otras cosas
no parece haber otro más adecuado, y porque en los tres casos siempre se usa el
mismo método de pensar lo que se va a hacer –proyectar–, antes de ponerse a
ello.
Y así,
el arquitecto, que por etimología es el archi tectum,
o sea, el primer albañil, es quien piensa lo que se va a hacer con la tierra y
sobre la tierra para acomodarla mejor a sus necesidades de habitación; y lo
mismo a la hora de tender un puente sobre el río como al dar las trazas para
hacer una mesa. Puesto que el hombre es un ser complejo y jerarquizado
orgánicamente, su hábitat también lo es; y la construcción del mismo, al tener
que organizarse de un modo igualmente complejo, precisa de una jerarquía en el
hacer que comienza en el hacer del arquitecto. Diríase que la mejor razón en
usar la palabra arquitectura para la actividad de construir el hábitat humano
radica en la figura de un director del proceso, el arquitecto. Incluso en el
mundo de la construcción de objetos donde la complejidad inicial podría ser
menor, con la industrialización del proceso la figura de un primer artífice o
arquitecto (al que se le viene llamando diseñador) se hace tanto o más
necesaria que en la construcción del puente o de la casa.
2. La decoración
El habitat del hombre precisa de la arquitectura y comienza en ella pero la
arquitectura, y ese es el meollo de esta conferencia, no es suficiente. La
arquitectura es un hacer que da lugar a la aparición de nuevos objetos en el
mundo –puentes, casas, candelabros–, que relacionamos directamente con el
habitar. Pero a imagen y semejanza del hombre, los objetos que el hombre hace
se desdoblan siempre entre una esencia y una presencia, un ser de la cosa y un estar ahí de la cosa. Un desdoblamiento que puede tener
lugar en dos actos distintos o en dos momentos distintos, pero que pueden darse
también simultáneamente sin que por ello desaparezca la doblez.
La
escisión entre un “ser” y un “ser-ahí” (o estar), la diferencia entre un “esto
es” y un “así está bien” parecen haber sido expresadas mediante palabras con la
raíz diz
o dec que luego darían lugar a términos como decoro
o decoración. Y del mismo modo que el hombre “es”, pero su “figura” se
transforma o adapta en función de sus actos, en función de las circunstancias,
en función de quién esté delante etc. etc., del mismo modo que el ser humano se
viste para una boda, se modera ante una autoridad o se pinta los labios para
llamar la atención del otro sexo; su habitación adopta también presencias
cambiantes en función de que vayan a ser ocupadas por un bebé o destinadas a
cocina, sus muros se visten de forma distinta si van a soportar las lluvias del
norte o si van a dar al interior de la casa, sus columnas acomodan sus adornos
al pórtico de recepción o a la fachada
trasera, y así sucesivamente.
Diríase
que la acomodación de la arquitectura a las circunstancias le da a ésta un
cariz más efímero y circunstancial y en ese sentido, más ligado también a la
condición humana. Así que cabe enunciar que frente a la aspiración de eternidad
en la que suele incurrir la arquitectura (y el hombre), la decoración le viene
a recordar a ésta (y a éste) su finitud. Decorar es, en el sentido más hermoso
y profundo, humanizar la arquitectura: devolverla al tiempo efímero del hombre.
Y en
tanto que la arquitectura no sólo es todo aquello que tiene relación con la
edificación sino también con las grandes obras públicas o con los pequeños
objetos, la decoración tiene justa cabida en todas ellas. La desolación de los
grandes aeropuertos, las autopistas, las presas o los puentes, suelen
ablandarse cuando por ellas tiene que pasar un gran jefe de estado y aparecen
adornadas de banderas, alfombras, vegetación o farolillos. La llegada de la
navidad o de las fiestas suele ser también buena ocasión para decorar los
tristes espacios cotidianos, aunque en general hay que señalar la poca atención
que se presta a la humanización de todas las grandes obras que la evolución
técnica ha permitido hacer en el pasado siglo veinte. Es posible que todo sea
porque unos arquitectos “fundamentalistas del ser” proscribieron la decoración
en sus manifiestos teóricos y hasta la quisieron llevar a los tribunales como
si de un delito se tratara. Ya va siendo hora por tanto, de que el nuevo siglo que ha comenzado
ajuste cuentas de una vez por todas con esos predicadores que plantearon que la
arquitectura por sí sóla era ya el hábitat del hombre. Por oposición al célebre
título del artículo de Adolf Loos en el que criminalizaba el ornamento, yo les
propondría recordar esta conferencia con el nombre de “Arquitectura y Delito”
como titular de lo que ha sido la arquitectura del siglo XX.
Por lo
que respecta al territorio de los objetos industriales, la decoración aparece
nuevamente como actividad humanizadora de los mismos en tanto que pretende
rescatarlos de la uniformidad que les procura la cadena de producción. El
tapizado personal de la silla, el tirador artesanal sobre la puerta de serie,
la calcomanía sobre el cristal, o las iniciales en el cubierto son las nuevas
huellas de una humanización con las que los nuevos objetos indistintos se incorporan
al habitat humano. Unas huellas que de algún modo vienen a sustituir o a
recuperar aquellas otras huellas de imperfección que los artesanos dejaban en
los objetos preindustriales que tanto ahora apreciamos.
Dícese
que la decoración a veces no es decoro sino ocultación, engaño o mentira. En el
desdoblamiento entre el “ser” y el “presentarse” pudiera ser que se diese
cierta continuidad o relación, pero también pudiera ocurrir que ambas
manifestaciones poco o nada tuvieran que ver y que a esa falta de relación
entre el ser y el presentarse pudiera entenderse como falsedad. De los tres
tipos de decoración de la arquitectura que aprendí de los catedráticos Iñiguez
y Ustarroz, esto es, la decoración simbólica, la analógica y la ornamental, la
exigencia de continuidad entre el primer hacer y el segundo no siempre es
exigible. Por ejemplo la presencia de versos coránicos sobre las pechinas de la
Iglesia de Santa Sofía en Constantinopla en vez de iconos cristianos no afecta
apenas a la lectura espacial del lugar y sólo alude a su actual culto y
propiedad. Los escudos, rótulos o logotipos con que significamos los hábitats
humanos en ese primer tipo de decoración rara vez tienen que ver con el
lenguaje constructivo y arquitectónico por lo que la discontinuidad entre la
arquitectura y la decoración simbólica es casi una constante. La sala en la que doy esta conferencia se ha decorado
para la ocasión con el cartel de la feria que nos acoge y nadie diría que con
eso estamos engañando a la arquitectura de la sala, sino todo lo
contrario.
De entre
las tres decoraciones, la preferida de los arquitectos es sin duda la
decoración analógica pues se aplica a expresar o ampliar no ya el destino o
circunstancia de la habitación sino sus propias formas arquitectónicas: el
hueco de la puerta que se reproduce en la moldura que la circunda, la estría de
la columna que se hace eco de su propia verticalidad o el tendido de mortero
sobre un muro que expresa su carácter laminar. Pero, ¿es eso cierto del todo?
¿no sabemos acaso que el muro no es una lámina continua sino un agregado de
pequeñas piezas que quizás sería más sincero expresar mediante la textura
rítmica de un ornamento superficial? ¿son sinceras y no engañosas las estrías
de una columna romana cuyo mármol exterior sólo es el forro de una columna de
ladrillos?
La
decoración ornamental, la más denostada de todas por su aparente desconexión
con la arquitectura a la que adorna, la decoración de la Alhambra de Granada o
la de los papeles pintados de nuestra habitación, puede que nos remita, para
fastidio de los arquitectos fundamentalistas de la pureza, a lo más profundo
del hecho constructivo, esto es, al latido y repetición de las pequeñas piezas
con que se construye.
Muy
tontos han tenido que ser los arquitectos modernos del siglo XX para no darse
cuenta de la diferencia entre un vestido y un disfraz, entre un maquillaje o
una máscara. Y muy ridículos son todos los que toman a la desnudez
arquitectónica como una manifestación de lo auténtico cuando todos sabemos que
la desnudez humana es una de las presentaciones más elaboradas y costosas.
3.La palabra
Pero aún con todo, el hacer de la arquitectura y el humanizar de la
decoración no son aún suficientes para que sus realizaciones lleguen a ser el
hábitat del hombre. Dice Hölderlin en uno de los más profundos y hermosos
poemas jamás escritos sobre el hábitat que
muchas cosas ha experimentado el hombre y
a muchas celestiales ha
dado ya nombre
desde que somos
Palabra-en-diálogo
y podemos los unos oír a
los otros
(...)
Lleno está de méritos el
Hombre;
más no por ellos sino por
la Poesía
que hace de esta tierra su
morada.
Lo que
explicado en prosa viene a decir que, si para que las cosas del mundo sean
nuestra morada es preciso que la poesía les de nombre, no menos lo han de
necesitar esas cosas que hacen los hombres mediante la arquitectura y la
decoración. Para que las grandes obras de hormigón o los pequeños floreros
formen parte de nuestro hábitat deben ser previamente pasados por la palabra, y
sólo cuando encuentren la palabra adecuada o el nombre justo, esto es, cuando
la poesía entre en ellos, formarán parte de nuestra morada.
De ahí
la necesidad de la crítica que, en principio, no es otra cosa que palabra y que
si da con la palabra justa podrá llamarse poesía.
Suelo
contar para ilustrar este tercer hacer en el proceso de configuración de
nuestro habitat una anécdota humana muy sencilla y doméstica: mi mujer se
levanta por la mañana ojerosa y despeinada; luego se encierra en el baño
durante un buen rato y sale peinada, pintada y con un rostro resplandeciente;
regresa a la habitación y se viste con ropa limpia y aseada, y finalmente se
despide de mí antes de salir al trabajo mientras yo me quedo maravillado por la
transformación. Cuando vuelve al mediodía le pregunto si nadie le ha dicho lo
guapa que ha ido hoy al trabajo, y me contesta que no, que su trabajo es un
lugar inhóspito donde ya te pongas lo que te pongas nadie nunca te dirá nada.
Desde luego que tiene razón: nada más inhabitable que un lugar donde no se dice
nada de la hermosura del ser y de la belleza de su presentación.
En el
mismo sentido del decir sobre el hábitat, Jorge Luis Borges escribía: “qué lindo ser habitadores de una ciudad que
haya sido comentada por un gran verso” . Y así, los olmos de Soria o el
paseo entre San Polo y San Saturio cantados por Machado o los mismos patios
bonaerenses definidos por el mismo Borges (“el
patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa” ) consiguen
la cualidad de ser definitivamente partes de la habitación del hombre.
Pero la
palabra justa y adecuada a veces puede también causar un daño enorme. Cuéntase
que cuando el emperador Maximiliano José inauguró el edificio de la Opera en
Viena, comentó con desagrado el desacierto de un planta baja realmente pequeña
y fuera de escala para cumplir con dignidad la función de su relación con la
calle. Al día siguiente uno de los dos arquitectos autores del edificio
abrumado por la humillación del emperador (y por su acierto crítico) se quitó
la vida. Todo se hubiera arreglado si el emperador hubiera visto los planos
previamente a la construcción del edificio, pues tanto en arquitectura como en
decoración se procede sobre proyectos que deben ser discutidos y comentados
antes de ejecutarse.
La
crítica es poética en tanto se esfuerce en encontrar la palabra justa para
nombrar a las cosas, pero la crítica es también, para su desgracia, manifiesto
del yo crítico y juicio que da vida a los objetos o los condena a muerte.
Para
hacer de la crítica poética y no opinión ni juicio, yo recomiendo evitar en lo
posible la expresión “me gusta” y dilatar todo lo que se pueda el “juicio de
valor”. No es fácil, ya lo sé, pero ese es el secreto de la crítica. Cuento en
mi “Manual de Crítica de la Arquitectura” que existe una notable diferencia
entre la expresión inglesa “I like it” y la expresión latina “ eso me gusta”,
porque el orden de los sujetos está invertido y mientras en la primera queda
claro que hablamos del yo, en la segunda parece que estuviéramos hablando de la
cosa. En el mestizaje de lenguas al que nos encaminamos deberíamos aceptar en
este caso la modalidad inglesa para entender que con ese tipo de expresión no
hacemos crítica del objeto sino descripción del sujeto. Cuando hablamos de
nuestros gustos sobre las cosas nos estamos describiendo a nosotros mismos sin
pudor, por lo que convendría tenerlo muy en cuenta. Pero si la expresión del
gusto personal se queda a las puertas de la crítica, el juicio final se pasa al
otro extremo, pues una vez emitido, toda la argumentación se dispone al
servicio del juicio y no de la cosa. Una vez dicho que una cosa es mala o
buena, lo que se pretende a continuación es justificar el juicio y no dar con
los nombres de la cosa.
Para
ejercer la crítica como poética, para nombrar a la arquitectura y su
presentación se han escrito no pocos manuales a lo largo de la historia y se
han fijado un buen puñado de palabras que actúan como referencias. Vitrubio nos
proporcionó La Utilitas, la Firmitas y la Venustas. Alberti las transformó en
Necesitas, Oportunitas y Voluptas. Luego aparecieron Sicurezza y Commodita, y
así sucesivamente. La analítica ha arrojado otro buen puñado de nombres para
acercarse a la arquitectura, tales como forma, color, luz, juego de volúmenes,
espacios, secciones, texturas, proporción, signos, expresión, estilo,
tendencia, composición, complejidad y contradicción, cualidad sin nombre, etc.
etc. Todos ellos nos pueden guiar en la labor poética, esto es, en la búsqueda
de la expresión adecuada al objeto que está pidiendo que hablamos de él para
convertirse en nuestra morada. La diferencia entre un buen crítico que hace
habitable el mundo y del mal crítico que sólo habla de sí o juzga es facilísimo
de ver. Como es muy sencillo ser lo segundo y bastante difícil lo primero,
porque exige siempre preparación y disciplina. Rara vez ya se encuentra a nadie
que al salir del cine diga simplemente que le ha gustado o no la película, y
hasta el crítico más inepto ya hace sus pinitos diciendo que la historia era
mala pero los actores lo hacían bien, que la música no acompañaba a la acción o
que la fotografía era muy impactante. Que la habitación humana reciba peor
trato crítico que un producto de entretenimiento debería ser motivo de
vergüenza.
4. El diálogo
Pero el verso de Hölderlin no sólo habla de dar nombre a las cosas
celestiales y a las cosas hechas por el hombre para hacer de ellas nuestra
morada, sino que al hombre que da nombres lo define como palabra-en-diálogo.
La
palabra del hombre que nombra las cosas no es por lo tanto fija y concluyente
sino, como el hombre mismo, abierta, efímera y mudable. La palabra que nombra a
la arquitectura y a su presentación decorativa ha de ser a su vez objeto de
nuevas palabras en diálogo para que el mundo sea finalmente habitable. La
palabra del hombre es pues palabra-en-dialogo, de manera que para cerrar el
ciclo, la crítica de la crítica se constituye así en el cuarto y definitivo
hacer del conjunto de actividades que construyen nuestra morada.
Decíamos
en el punto anterior que hay mucha opinión y mucho juicio en vez de crítica,
pero en este cuarto punto se ha de decir que aún se hace menos crítica de la
crítica. Rara vez en estos tiempos la palabra crítica de la arquitectura es
contestada y puesta en su sitio, así que me voy a permitir terminar esta
conferencia mencionando lo que hay y lo que cabe hacer.
El
lenguaje crítico de nuestros días está mediatizado por la sobreabundancia de
información y por las necesidades comerciales del negocio de la prensa y ofrece
un panorama claramente bipolar.
Por un
lado, la crítica de arquitectura, ejercida mayormente por hombres en revistas
de escasa tirada pero muy caras, viene expresada en un lenguaje abstracto y
pseudorreligioso en el que lo único entendible suele ser el santoral de
arquitectos que poco a poco se va configurando para la elevación a los altares
de una Historia que le sigue después, o hasta casi se podría decir que de
inmediato. La Historia pisa los talones a la crítica y ambas funcionan como el
cazador y su perro obteniendo piezas para Arte. Luis Fernández Galiano es en
ese sentido uno de los pointers más trabajadores de este país. Claro que habida
cuenta del negocio de la prensa y de los grandes estudios es lícito pensar que
no todo es religión de Arte y servicio a la Historia sino que toda esa
producción de nombres propios e imágenes fotográficas de arquitectura esconde
también un deseo de notoriedad de los artistas y un trasiego de favores,
invitaciones, jurados, premios y encargos. La actual crítica de arquitectura no
se ocupa por lo tanto del noventa y nueve por ciento de las cosas que hace el
hombre sino tan sólo de ese uno por ciento que alimenta las religiones o el
negocio de la Historia y el Arte. Y de ese modo la gente ha acabado por
confundir arquitectura con ese uno por ciento hecho por los artistas y por
entender que el otro noventa y nueve por ciento hecho por los hombres no es
arquitectura, –lo que entra claramente en contradicción con la definición de
Morris dada al principio.
Por otro
lado la crítica de la decoración, ejercida mayoritariamente por mujeres en
revistas comerciales de amplia tirada y bajo precio, expresada en un lenguaje
de cóctel y flirteo, lejos de llevar hacia los altares al segundo hacer del
hábitat, lo rebaja hacia la nada más sinsustancial. El tipo de publicación en
el que viene esta crítica (por llamarla de algún modo) al estar mucho más
ligado al consumo de masas que las revistas de arquitectura, muestra con mucho
más descaro la componente económica y publicitaria de buena parte de sus contenidos.
Y como en el caso de las bebidas edulcoradas, en vez de calmar la sed, lo que
hacen es inducir a seguir comprando más y más revistas de este tipo para que
nunca logremos entender lo que es la compleción y naturaleza del hábitat
humano.
Las vanguardias
y los estilos van tomando cuerpo mediante el lenguaje culto y abstracto de los
críticos de la arquitectura, mientras que las modas y tendencias, aparecen y
desaparecen mediante el chispeante cotilleo de las revistas “delcoración”. Las primeras alimentan los
capítulos de los libros de la historia del arte y de paso, las ambiciones de
los políticos que desean subirse al carro; y las últimas sirven como
aceleradores de las cadenas de la producción y el consumo.
La
necesidad de habitar digna y armónicamente la tierra subyace bajo todo ese
palabrerío sin que se atiendan y nombren sus circunstancias y quehaceres. Y de
ese modo, el mundo avanza aceleradamente, de la mano de un poderío técnico
desvocado, hacia la desolación, cuando no a la destrucción.
Sirvan
pues estas palabras para hacer un poco más habitable el mundo mediante el
recordatorio de la definición de arquitectura, la reivindicación de la
naturaleza del decoro, la consideración poética de la crítica, la crítica de la
crítica y como no, la puesta en diálogo de su propio contenido y expresión.