En el patrón número 63 de su gran libro “A lenguage of patterns”, en vez de hacer un enunciado o definición del mismo, Alexander simplemente se pregunta: “¿Porqué la gente ya no baila hoy en la calle?”.
Para ilustrar este patrón tenía escaneadas las dos fotografías de Doisneau que he puesto arriba, pero como en realidad no tengo una respuesta para el enunciado-pregunta de Alexander, creo que mi mejor aportación al tema es reproducir el artículo que escribí hace seis años para la revista etnográfica Piedra de Rayo que evoca el lugar del “baile en la calle” que yo viví y que es el de la foto de la entrada anterior, la plaza de Anguciana.
EMILIANO IBARNAVARRO O "LA MUSICA QUE DA BAILE"
Acostumbrados al estruendo en que se ha convertido la música de las actuales verbenas de las fiestas de los pueblos, resulta difícil imaginar cómo podían sonar cuatro labradores encaramados al kiosko de la plaza de Anguciana con una trompeta, un clarinete, un saxofón y una batería, y cómo, con su elemental sonido, conseguían hacer bailar a todo el vecindario las tardes de los domingos desde la primavera hasta el otoño.
El recuerdo en mi memoria data de los años sesenta, cuando yo andaba por los diez años y los primeros bilbaínos se instalaban en Anguciana como lugar de veraneo. Mi fascinación en los bailes de la tarde de los domingos se repartía al cincuenta por ciento entre el descubrimiento de la música y el de las redondeces de las chicas de dieciocho años. Había un par de bilbaínas que hacían palpitar mi corazón cada vez que las veía, pero como dada la diferencia de edad no me hacían mucho caso, -y de bailar ya ni imaginarlo-, mi atención se centraba en Emiliano Ibarnavarrro, quien con su trompeta lideraba la música del cuarteto del kiosko. Yo por entonces tenía una pequeña armónica de las que te regalaban por los cumpleaños o la primera comunión, y un día, ni corto ni perezoso le pedí a Emiliano que me dejara tocar con ellos en el kiosko, -no sé muy bien si por amor a la música o por llamar la atención de mis otros amores. Cualquier músico de ahora, con sus miles o millones de watios en los bafles, estoy seguro que hubiese llamado al manager del grupo para quitarse de en medio al mocoso, pero Emiliano no sólo me recibió con la amplia sonrisa que aún conserva y que puede verse en la foto que ilustra esta nota, sino que me dejó tocar durante toda la tarde, y por si fuera poco, al final de la sesión me dio una peseta como recompensa a mi esfuerzo. Debió de ser a finales de verano y poco antes de que el grupo se disolviera o yo me fuera del pueblo, porque de lo que estoy seguro es de que mi carrera musical no tuvo continuidad y que tardé más de veinticinco años en emprenderla de nuevo.
La música de Emiliano a la trompeta, Jesús al saxo, Pablo al clarinete y Maxi a la batería, se extinguió para siempre antes de que llegaran los setenta; el kiosko donde tocaban fue derribado, los árboles que lo rodeaban, talados, y los bancos que pueden verse en la otra fotografía de este artículo, trasladados; todo, para demostrarles así, una vez más, a los nostálgicos de la rehabilitación y a los ingenuos defensores del patrimonio, que la calidad de los lugares va unida a la calidad de los acontecimientos, y que lo uno sin lo otro carecen de sentido. Hoy la plaza de Anguciana es un infame revuelto de bordillos, parterres, arbolitos, farolas y coches aparcados, por entre los que un par de veces al año atruenan una serie de orquestas de nombres rimbombantes, llevándose un buen porcentaje del presupuesto del pueblo.
Pero antes de mi viejo recuerdo de los sesenta que evoca aquella deliciosa plaza rural, hubo más música que yo no conocí, y más baile, y más lugares, y por eso me fui en esta primavera del 2002 a preguntarle a Emiliano, -quien ya tiene ochentaycinco años y se entretiene tocando un órgano eléctrico cuya cantidad de botones le pone nervioso-, para que contase algo de todo ello a los lectores de esta meritoria Piedra de Rayo.
“Yo empecé con la música a los catorce años. Mi padre y el padre de Lázaro, el pastor, daban baile en la posada los domingos por la tarde, mi padre con la bandurria y el padre de Lázaro con la guitarra”.
Pero Emiliano, -le dije-, ¿cómo se puede dar baile con tan sólo esos dos instrumentos de cuerda?
“Bueno, la gente solía pedir silencio para oír el comienzo de las piezas y luego ya se seguía como se podía. Recuerdo bien que el día en que yo debuté con la bandurria haciendo la segunda voz a mi padre, la gente dijo que se había notado mucho mi aportación y que ahora se oía mucho mejor la música, así que eso me llenó de orgullo”.
Vinieron luego tiempos más gloriosos en los que se organizó toda una banda con instrumentos de viento, y se construyó el kiosko de la plaza para dar allí el baile. “Eran tiempos de la república -cuenta Emiliano- y a nuestro director y profesor de música, que era de Casalarreina, lo teníamos que escoltar por el camino cuando venía a los ensayos, porque se sentía amenazado”.
La banda se deshizo con la guerra incivil, pero Emiliano logró trucar el fusil por la trompeta gracias al puesto que consiguió en la Banda de la Falange de Logroño, en la que hizo toda la mili y la guerra.
“Algunos de los músicos de la banda no volvieron del frente y otros no volvieron nunca a tocar música (vaya uno a saber por qué), así que la recomposición de la banda y del baile se hizo juntándonos con los músicos de Cihuri en una agrupación de lo más alegre que denominamos la Banda del Rayo”
Piedra de Rayo, Banda del Rayo...¿?... Hay una roca cerca de Anguciana y Cihuri, a la izquierda de las majestuosas Peñas de Gembres que se llama la Peña del Rayo... No sé a que rayo podía invocar la alegre denominación de la banda de Emiliano, pero está claro que de chispas se trata, y no precisamente de la de electricidad por hilos.
Según palabras del propio Emiliano la chispa de la música que producían aquellos músicos labradores, prendía rauda en las gentes de Anguciana, pues a mi pregunta de si alguna vez habían tocado sin conseguir que la gente bailase, Emiliano respondió como un rayo: “Nunca. Nunca jamás. A la primera nota de la bandurria, de la trompeta o de lo que fuera, la gente ya estaba bailando”.
Por eso he subtitulado esta breve semblanza de Emiliano Ibarnavarro y la plaza de Anguciana, como “la música que da baile”, porque en estos tiempos de música espectáculo, música estruendo, música producto, música virguería, música gala, música enseñanza, o música petardo, parece haberse olvidado que una de las funciones más hermosas de la música, -probablemente la más hermosa de todas-, es la de dar baile: ese protocolo hacia los amores y el sexo, de los que siempre andamos tan necesitados.