El otro día vi que el periódico nacional de los progres le dedicaba una página entera a Joan Margarit y la leí con gusto. Con motivo de cada entrega editorial de poemas Margarit suele salir de vez en cuando en los periódicos, porque su doble condición de arquitecto y poeta les parece siempre muy noticiable a los periodistas. Pero en las reseñas que había leído anteriormente (las he leído siempre) casi nunca encontré nada interesante (o al menos no lo recuerdo) ni sobre poesía ni sobre arquitectura. De ésta, sin embargo, hay un par de pensamientos que no creo que se me olviden fácilmente: hacia la poesía hay un cuestionamiento brutal cuando recuerda su inutilidad ante la muerte de su hija; y hacia la arquitectura un cuestionamiento no menor cuando señala que su refugio en el cálculo de estructuras tiene que ver con la facilidad de convencer al otro cuando de números se trata, es decir, con la pereza en convencer al cliente cuando el asunto es la arquitectura.
Mi especial cariño hacia Joan Margarit tiene su origen en las extravagantes clases de cálculo de estructuras de cuarto de arquitectura que dio en el curso 1973-74 en la Escuela de Barcelona, a las que yo asistí con una extraña mezcla de sorpresa y admiración. A la altura del penúltimo curso de la carrera, nuestra formación arquitectónica en aquellos tiempos estaba tan politizada y tan derivada hacia la filosofía, que el sector científico de la misma nos parecía una especie de reducto del franquismo. Estudiar cálculo y ser facha eran por entonces más o menos sinónimos. Lo aceptábamos porque no había otro remedio -como aceptas ir a comisaría a hacerte el pasaporte-, pero excepto media docena de empollones, los demás íbamos tan solo a pasar. Aburridos desde primer curso con áridos profesores de álgebra, física, estática o instalaciones, las clases de cálculo de Joan Margarit tenían la novedad de estar impartidas a dúo con Carles Buxadé. Hasta aquel curso nunca había visto impartir una clase a dos profesores a partes iguales, relevándose en la pizarra cada poco tiempo (cual pareja de ciclistas en escapada), pisándose la palabra, o incluso con pequeñas discusiones entre sí. Eran una variante del Dúo Dinámico o de Tip y Coll, pero en clase. Ambos vestían de americana o traje, prendas que a nuestros hippiosos ojos nos chirriaban tanto como los uniformes de la policía, y aunque no llevaban corbata debajo, su habitual color morado o marrón nos causaba más risa que espanto. Mi admiración por la teatralidad de tan divertidos personajes llegó a hacer que en el último trimestre del curso arramblase con una vieja americana que había por casa, y fuera a clase con ella para risión de mis compañeros. No aprendí mucho de estructuras, esa es la verdad, pero me lo pasé muy bien, y de algún modo (no sé cuál) conseguí aprobar.
Bastantes años más tarde Margarit y Buxadé vinieron a Logroño a dar una charla en el contexto de unas jornadas del patrimonio sobre las estructuras del Palacio Güell de Barcelona, y estuvieron exactamente igual de divertidos, relevándose en la palabra el uno al otro y haciendo ironías sobre el desorden geométrico de esa famosa obra de Gaudí que achacaban a los caprichos y modificaciones en obra de la señora Güell. Es decir, a la falta de autoridad de Gaudí como arquitecto ante sus mecenas.
Como en la Escuela ya se rumoreaba que Margarit era poeta y nosotros éramos jóvenes, o sea, poetas, me compré uno de sus primeros librillos, pero sus versos me parecieron infinitamente inferiores a sus clases a dúo con Buxadé. Y como desde entonces siempre he oído hablar muy bien de la poesía de Margarit, no es de extrañar mi desinterés por ese género literario.
En la página del periódico del otro día, leí también algunos datos biográficos de mi querido profesor y admirado personaje que me dejaron bastante impactado. La tormentosa relación con su padre, el problema de identidad nacional y del idioma, o la cruel pérdida de su hija, dibujaban de él un duro perfil que yo no tenía. El País, como es habitual en todas sus entrevistas, parecía hurgar en las dos primeras para arrimar el ascua a su sardina política, y Margarit cedía ligeramente a ello. Ligeramente digo, porque aunque me dolió mucho la interpretación que hacía de la transformación de su padre en la postguerra (idealizándolo como republicano y denostándolo después), me pareció muy de él que le diera en las narices al periodista mencionando la caballerosidad del anterior presidente de gobierno a pesar de que le convocara para una patochada. En ese momento me lo imaginé con su traje granate y ese gesto serio tan suyo que escondía siempre una risa entre dientes. Mi mejor Margarit. El que tengo dibujado en el recuerdo.
(la foto con Buxadé, que obviamente he elegido para esta nota, es de la galería que Magarit tiene expuesta en su página web)