Hace unas semanas me llamó Fede Soldevilla, el presidente de Amigos de La Rioja, para pedirme un poco de vocabulario sobre los aleros. Me explicó que quería hacer uno de sus habituales itinerarios dominicales por el Casco Viejo de Logroño para dar a conocer la variedad de canes, molduras o detalles constructivos que aún pueden verse en los aleros de sus casas, así que yo eché mano del Diccionario de Paricio Ansuategui y le expliqué lo que era un can, un sofito, un lacunario, un alabe, o un lambrequín; y de paso, la babel que nos armamos al explicar las molduras de las cornisas.
Como el recorrido lo ha fijado para este domingo día 7 de mayo, el martes pasado me enseñó el resultado de su trabajo previo: un estupendo dossier de fotos de aleros y notas históricas de cada una de las casas que los lucen, que a poco que se complementase con un entretenido texto –en la línea de lo que seguramente será la exposición oral de su paseito-, sería merecedor de publicación.
Iba yo echando un vistazo superficial a cada una de las páginas del dossier cuando me quedé clavado en la foto de unos extraños canes denticulados que no había visto en mi vida. Observé entonces que Fede echaba una pícara sonrisilla, al paso que me decía con sorna: ¿no sabes dónde están eh? pues hombre, los tienes muy próximos a tí porque son de la fachada de la casa de tu jefe. No me encajaba con Domingo García Pozuelo que vive en la casa de Pepe Sáenz de Jubera en Pío XII, por lo que, de inmediato, ¡zas! se me encajaron las piezas con la alegría de la resolución de un fácil jeroglífico: ¡ándale! pero si es la mismísima firma del escultor Ricardo González, director de mi Escuela.
La escultura humanizó la arquitectura desde la antigüedad clásica hasta nuestro siglo porque hizo de mediadora entre la masa tectónica y el hombre que iba a habitar o percibir sus espacios y volúmenes. Los arquitectos de la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, perdimos ese importante mediador cuando, subyugados por las soflamas modernas, nos negamos a hacer molduras desde las mismísimas clases de dibujo en primero de carrera.
Unas décadas después vemos que las estrellas de la arquitectura y sus imitadores (¡ay ay ay! que ya los tenemos entre nosotros…) retuercen las masas de sus edificios con la intención de recuperar los valores escultóricos perdidos, pero sus esfuerzos son baldíos, y sobre todo ridículos, porque están fuera de la tradicional escala de la escultura.
Es por ello que la modernidad de los canes de la casa del director de la Escuela de Arte (y ahora ya Superior de Diseño) representan en Logroño toda una modesta, pero a su vez oportuna, lección de arquitectura.
La obra de rehabilitación de su casa, sita en la Plaza de San Bartolomé n 11, la proyectó y dirigió José Luis Acedo a comienzos de los noventa; pero la firma de los aleros es inequívoca.