No hay como enseñar tu ciudad a otros para encontrar en ella elementos insospechados o profundizar en su conocimiento. Gracias a las espontáneas observaciones de estos visitantes ocasionales para los que de vez en cuando hay que hacer de anfitrión, he llegado a descubrir que uno de los principales componentes de la vida urbana, -algo así como su argamasa- son los saludos.
Lo más normal en un recorrido de dos o tres horas desde el Ayuntamiento a Murrieta, y entre el Ebro y la Gran Vía, es que te cruces cuando menos con media docena de personas que te digan ¡adiós Juan!, o que se paren incluso un par de minutos a preguntarte por tu vida y a curiosear sobre tus acompañantes. Lo digo porque, acabado el recorrido, a no pocos de estos turistas ocasionales que proceden de países lejanos o de ciudades de tamaño e idiosincrasia diferentes a la nuestra, lo que más les ha llamado la atención de la visita no han sido las obras monumentales de Logroño o nuestras singularidades urbanísticas, sino precisamente ese divertido y azaroso tejido urbano que se construye con el saludo y desde el saludo.
Hecho el descubrimiento, siempre me han entrado ganas de hacer una analítica pormenorizada de los saludos callejeros porque, cuando te das cuenta del valor que tienen para la convivencia y la ciudad, llegas a pensar que hasta podrían alcanzar la categoría de obra de arte y que, en consecuencia, serían susceptibles de ser almacenados en una buena colección. Un amigo mío, literato de profesión, solía dar un significado especial a este tipo de encuentros casuales (¿por qué justamente hoy te has encontrado con ese tipo, me preguntaba y sugería, y no hace un mes o quizás no te lo encuentres hasta dentro de cinco años….?), pero yo solía discrepar y hasta enfadarme con él porque lo suyo me sonaba a embrujos o a juegos de superstición. Pensando luego en nuestra diferencia, he conseguido entender que mientras él veía el encuentro casual como el arranque o el nodo de una historia personal, que acaso le diera argumento para un cuento o una novela, para mí era algo tan sencillo, próximo y normal como la misma materia de la que está hecha la ciudad. En la conferencia que di en Nápoles en el otoño de 1999 (la incluí en el recopilatorio de artículos "Una Voz en un Lugar" que no conseguí publicar, pero creo que esa conferencia salió en un número de la revista "en constraste" dedicado a la condición del ciudadano) llegué a usar los saludos urbanos como prueba o certificado de la ciudadanía: cuando a uno le saludan en las calles o en los establecimientos públicos de una ciudad ya puede decir entonces que "es" de esa ciudad. Los saludos son como pequeñas "mónadas" de convivencia, pero también inestimables fuentes de información, porque en el breve lapso de tiempo que dura el cruzarse en una acera, renovamos la relación con el otro, expresamos nuestro estado de ánimo, y hasta nos contamos sin preparación previa el asunto que más nos atañe en ese preciso momento. Es divertidísimo analizar el golpe de vista que antecede al saludo; el movimiento de acelerar el paso o ralentizarlo para advertir que uno quiere pararse a contar algo o que no está para quedarse a hablar; o finalmente, el mecanismo por el cual se da conocer que el otro se está enrollando más de la cuenta y que está abusando del encuentro casual: se da un paso en el mismo sentido en el que se venía y se prepara uno para el inmediato saludo de despedida. Hay saludos sorprendentes por lo inesperado, o saludos casi de complicidad por lo frecuente del caso. Uno de los más graciosos y emotivos es el que nos damos en la ciudad los que somos de pueblo: es el caso de gente que apenas te saluda en Anguciana, y que de repente te lo encuentras en Logroño y se le ilumina la cara y te abre los brazos como si fuera de tu familia.
Con todo, el caso más singular y doloroso es el de quien después de haberte reconocido en la calle hace como que no te ha visto para no tener que saludarte. Te quedas con la duda de si el problema eres tú (¿te rechaza? ¿te ningunea? ¿te odia?) o si es él (¿me ha hecho algo malo y se avergüenza de saludarme? ¿se habrá vuelto tonto o asocial? etc). Seguramente que mi amigo el literato encontraría en los no-saludos el indicio de un montón de turbias historias personales que se aprestaría a imaginar y urdir para una narración, pero yo que soy más simple y más urbano, lo único que veo es que quien obra así no se merece la ciudad en la que vive ni las calles por las que camina.