El geógrafo y catedrático Guillermo Morales, que iba a haber venido al viaje que hicimos el pasado septiembre a Brasil (especialmente para enseñarnos Curitiba) pero que al final no vino, me llamó ayer por teléfono, o sea, casi dos meses después, para preguntarme qué impresión habíamos sacado de aquel país. Le contesté como pude, pero luego me quedé pensativo porque no es lo mismo que te pregunten por un viaje justo cuando has regresado (v LHDn59) que cuando ya ha pasado un tiempo. El abigarrado muestrario de imágenes y sensaciones que no hubiera cabido ni en veinte entregas de este blog, se ha quedado reducido a tres o cuatro ideas mucho más fáciles de poner por escrito en un solo día.
La primera de ellas es más un par de latiguillos de conversación que una idea, aunque a mí me suenan a latigazos: Brasil está como Cuba, pero sin esperanza: allí no hay un Fidel que se vaya a morir, sino un Lula a reelegir (como así ha sido).
Es como Cuba por el clima tropical y la población mestiza y alegre: la música, la fiesta, la poca ropa y el baile son, como en la isla caribeña, las señas de identidad del país. Pero igual que en Cuba, las ciudades están hechas polvo y la pobreza de la población se hace presente por doquier.
La gran diferencia respecto a Cuba es que, en Brasil, además de pobreza y deterioro urbano hay riqueza, mucha riqueza. Tienen petróleo para autoabastecerse, recursos minerales y una naturaleza exuberante. El colonialismo, el comercio y la explotación del campo y de la esclavitud han concentrado desde hace siglos el dinero en una pequeña clase alta que hace ostentación de casas, coches, lujos varios y medidas particulares de seguridad.
Como en Cuba, hay un sinfín de calles igual de prostituidas tanto en venta de cuerpos como de dignidad, aunque hay una diferencia esencial, y es la del grado de seguridad ciudadana. En Brasil, como en casi toda Latinoamérica, la vida parece valer muy poco, y la cultura popular respecto a esta cuestión es igual de estúpida: los crímenes son contados entre risitas como comedias protagonizadas por tipos pillos y listos y no como tragedias sufridas por las víctimas. No estuvimos en Sao Paulo, donde los índices de criminalidad son los más elevados del país, pero en un simposio de urbanismo (casualmente organizado por Guillermo Morales, v Elhall82) conocí a un consultor de la administración paulista que conseguía sacarme de mis casillas cada vez que hacía referencia al tema.
Más que un gravísimo problema social a solucionar, el crimen siempre parecía ser para él, algo así como un juego del destino, un accidente más de la naturaleza. Y lo peor es que iba de “socialulista”, es decir, un socialismo que en materia de seguridad está a años luz del “sociacastrismo” real.
Como en casi toda América, el exceso de riqueza en Brasil no es una vergüenza social sino un espectáculo de masas, y la pobreza una obscenidad. Sólo así puede entenderse que en las librerías especializadas no haya más que libros de Niemeyer y sea imposible encontrar un mínimo estudio (no digo ya planos) sobre el impresionante fenómeno de la invasión urbana que se ha producido en los últimos sesenta años. A las favelas no se puede entrar, porque ahí sí que tu vida no vale nada. No es aconsejable, te dicen. Sólo pueden verse desde los bordes de la autopista, desde los montes lejanos o desde el avión. El aterrizaje en Salvador de Bahía sobrevolando su complicada orografía de colinas plagadas de barrios autoconstruidos, o el recorrido entre el aeropuerto y la ciudad de Río de Janeiro por entre la inmensa corona norte de favelas, se convierten en las experiencias urbanísticas más sobrecogedoras de un viaje a Brasil.
Dentro ya de los cascos urbanos más consolidados, el panorama tampoco es muy halagüeño. Siempre tienes la sensación de que son ciudades venidas a menos, ciudades que en algún momento -sea en los primeros momentos coloniales, en la celebración burguesa de su independencia y riqueza, o en la alegría de la modernidad-, vivieron algún tipo de esplendor. Las zonas más antiguas están por lo general degradadas y rotas y por entre los huecos siempre se ofrece un perfil erizado de feos rascacielos. El tráfico y el estado de los pavimentos y aceras son por lo general muy agresivos, y el ruido urbano, ensordecedor.
Lo de Brasilia ya no me cabe hoy. Es una fantasmada urbanístico-arquitectónica que merece capítulo específico, así que lo dejaré para otro “lunes negro”.
(Como no es posible ilustrar estas cuatro ideas con una sola foto, pongo la última que hice en el viaje sólo a modo de relleno o de apertura. Está hecha en Salvador de Bahía, en los alrededores de uno los centros comerciales más modernos de la ciudad (el de Barra) donde nos dejó la guía unas horas antes de llevarnos al aeropuerto para que hiciéramos gasto y… ¡estuviéramos seguros!).