De tanto en tanto, algún concejal poco atareado mira por encima de la línea de las tiendas y los huecos entre fachadas y descubre la existencia de unas enormes paredes vacías de contenidos que parecen estar llamándole a hacer algo por su ciudad. La decoración de medianeras es una de esas actividades de bajo presupuesto con las que un munícipe puede ejercer durante unos meses de mecenas de las artes pláticas y salir en los periódicos media docena de veces a mayor gloria de su partido político. El carácter efímero de los soportes garantiza que por muy malo que sea el resultado siempre se te tiene coartada, pero lo cierto es que hay algunas medianeras así decoradas que se resisten a desaparecer y que llevan años y años dando la turrada (en Logroño por lo menos tres).
Los estudiantes o “jóvenes artistas emergentes” que se hacen con tales encargos, bien por adjudicación colectiva o por concurso, encuentran en ellos la oportunidad de su vida, es decir, la de mostrar su ego a la ciudad en unas dimensiones exponenciales sobre sus habituales lienzos, provocando sin saberlo un roto urbano de mayor calado que el que se pretendía resolver. En primer lugar, porque la medianera es un lugar secundario que no debe imponerse en la escena urbana sobre las más importantes fachadas; y en segundo lugar porque con sus artísticas ocurrencias, bien figurativas, informales o cromáticas, rompen con el tradicional papel de “fondo” que debe tener la escena arquitectónica respecto al protagonismo de la vida urbana. Una fachada no puede debe ser nunca un cuadro, y una medianera, mucho menos.
He hecho un repaso por mis álbumes de fotografías de viaje y me he dado cuenta de que tengo una estupenda colección de medianeras de todo el mundo, pero no precisamente de las artísticas, sino de las vacías, de las que resultan de una vecindad desigual y de un evidente descuido del arquitecto y promotor que edificaron más alto o más aislado. Mi interés por esos enormes paños desolados debe tener el mismo origen que el que me movió a escribir un bisoño articulillo sobre los espacios vacíos de la ciudad y que titulé “Huecos Urbanos” (se publicó en una hojilla sin difusión y lo rescaté para el compendio de escritos titulado Una Voz en un Lugar, que desistí de publicar después de dos o tres años intentándolo, así que igual algún día lo cuelgo por aquí). Citaba en él por dos veces una entrevista que le hicieron a Wim Wenders en la revista Quaderns de Arquitectura 177, en la que mostraba su fascinación por la ciudad incompleta o herida: “Lo roto hunde sus raíces más profundamente en la memoria que lo completo –decía-; lo roto tiene como una superficie rugosa a la que nuestra memoria se agarra; en la superficie lisa de lo completo, la memoria resbala…”; y luego concluía melancólico sobre su desaparición: “Por definición, la ciudad exige que se haga algo en esas zonas, y esa es su tragedia”.
Pero el origen de la medianera no es un roto sino un hallazgo; y en realidad no es rugosa, sino una gran “superficie lisa” nacida con el gran invento de la agregación urbana: el del ángulo recto en planta (véase el cap del Espacio en el Manual de Crítica p152). En el envés de esa calle recién creada que podemos ver en la planta de un poblado como el del Cerro de la Cruz en Cortes (Navarra) ya están ahí presentes y sin resolver los testeros y medianeras de sus casas.
Los retranqueos de la normativa neoyorquina, tantas veces denostados desde la geometría de la calle tienen mucho que ver con el retorno a la arquitectura aislada, a la arquitectura escultórica, esa que en Europa tuvo como paradigma a los bloques aislados en el parque. En tanto que piezas volumétricas, los edificios renuncian a su papel de escena y reivindican su protagonismo sobre la propia vida que convoca la ciudad. Los edificios ensimismados y escultóricos no crean vida a su alrededor, sino que la niegan. No son fondos, sino formas.
Por eso, cuando voy de viaje y veo una buena medianera, por muy fea que sea o por muy mancillada que la hayan dejado las empresas anunciantes o los artistas y concejales (que vienen a ser lo mismo en su empeño anunciador), pienso que estoy a salvo. Y por si mi memoria me falla y no se agarra lo suficiente a sus lisas superficies, les hago fotos. Para atrapar el recuerdo de que he estado en una verdadera ciudad.