miércoles, junio 20, 2007

PARMA Y MANTUA







(Desde hace quince años guardo esta carta de un amigo como la mejor guía para ir a Parma. Sobre todo porque, de la magistral lectura urbana que un día le vi hacer a Manuel Iñiguez sobre esta ciudad en unos cursos de doctorado, no me consta que haya otra cosa escrita que mis apuntes de clase, y no sé muy bien dónde los puedo tener.

Con el advenimiento de los mails y los blogs, he perdido la vieja costumbre de la correspondencia escrita con los amigos (por suerte aún me quedan las hijas…). El derroche de generosidad y amistad que puedo encontrar en las muchas cartas que aún conservo me parece, por tanto, cosa de arqueología. Es por eso por lo que me voy a permitir desenterrar alguna de ellas de vez en cuando y si vienen a cuento para ilustrar algo, guardando obviamente la debida discreción y evitando datos personales. Y es que, aunque sigamos respirando (y por ello lo de la discreción), es como si estuvieran escritas por gente muerta hace siglos o dirigidas a gente ya olvidada para siempre. O sea, que da igual su autoría. Pienso yo que eso las hace publicables, al menos en esto de los blogs, y hasta me imagino que mis corresponsales se sorprenderán de releerse, porque a buen seguro no guardan copia ni memoria de aquellas cartas. Las imágenes, obviamente, las he obtenido del Gran Google).


Barcelona, 30 de abril 1992

Querido Juan:
Como hoy cumplo años, lo celebro escribiéndote un poco; (…)
Mi viaje de Pascua ha sido casi tan pedagógico como el tuyo. Anduve por la Italia septentrional: Verona, Mantua y Parma, siempre en tren y acompañado de otra pareja cuya mitad era arquitecto. Así que pude consultar de vez en cuando. Pero no habría hecho falta; en realidad sabía lo que iba a encontrarme y estaba deseando encontrarlo. Es decir, que la vida civil en las pequeñas poblaciones italianas es el último reducto de la vieja cultura urbana. Si yo fuera un individuo con posibilidades de ocupar cinco líneas en una enciclopedia del futuro, me iría ahora mismo a vivir a Parma. Pero mi vulgaridad, la herencia fatalista del Islam, el tinte roñoso de Cataluña, la calentura cuartelera que a todos nos hincha las meninges, y un escepticismo sesentayochista, me lo impiden.
Para alguien tan absolutamente ignorante en materia arquitectónica y urbanística, para el turista malinformado que yo he sido en este viaje, el espacio de Parma ha resultado un mazazo. Creo que hay dos tipos de racionalidad; por lo general, confundidos. La racionalidad francesa es racionalismo, y siempre convierte la práctica armónica concreta en una teoría de aplicación universal. Son similares a los racionalistas alemanes, pero éstos, al menos, se vuelven locos de vez en cuando. La racionalidad italiana, heredera del pensamiento jurídico y legislativo, es de otro tipo: construye cada situación como única e intransitiva. Las ciudades arqueológicas francesas están a un paso de Disneylandia y son todas el producto de una teoría. Las pequeñas ciudades italianas son casos absolutamente originales, cada uno con su peculiaridad viviente, sin momificar.
Mantua está a veinte minutos en tren de Parma. Y Mantua es más monumental –en el criterio de las guías Michelín- que Parma. Pero Mantua es un poblacho desordenado y antipático, cubierto de automóviles y furgonetas, de siniestra catadura clerical.; en tanto que Parma es cristalina, silenciosa, alegre y tejida como una tela de araña por cientos de bicicletas, una apoteosis civil. Un amigo me ha dicho que eso obedece a veinte años de municipio democristiano (Mantua) frente a lo mismo en manos de la sinistra (Parma). Puede ser. Pero también es posible que la destilación de María Luisa de Austria, el recuerdo de Bonaparte, la tutela del viejo emperador y una política tradicionalmente polarizada por Francia y Viena, hayan hecho de Parma algo muy distinto de la pontificial y despótica Mantua, en manos de unos cuatreros, los Gonzaga, gente que apestaba a cebolla y aguardiente de higo chumbo.
Pero incluso, en el peor de los casos, el de los Gonzaga, el espacio es mayúsculo. Supongo que no te descubro nada si te digo que la chapuza pictórica de Giulio Romano, en el Palacio Te, me ha entusiasmado. Esos frescos no existen para la historia de la pintura, son auténticos chafarrinones, ¡pero qué exhuberancia, que nietzscheanismo de pueblo! Cabras de ubres rebosantes, mozas con glúteos grutescos, sátiros enhiestos persiguiendo ninfas de pezones puntiagudos, montañas de peras y racimos enterrando hinchados borrachos de color bermejo; la abundancia, el exceso de carne, de sangre, de semen, de saliva, es una maravilla. Eso, el ala de verano. En su simétrica, donde durmió el desdichado Carlos V, el torrente de vida sobreabundante se convierte en fría aplicación de un programa abstracto sobre el buen gobierno, según Aristóteles.
A mi regreso he decidido tomar en serio un proyecto de ligas ciudadanas, a la manera gótica, como alternativa al rústico nacionalismo de campanario y al insoportable centralismo ilustrado. Pactos de cancillería sobre programas técnicos, entre príncipes ciudadanos, que en nuestra época no pueden sino ser gerentes, capataces y diplomados de la politécnica. Pero qué le vamos a hacer. Del mal, el menos. Una buena red de equipos prácticos, elegidos por el municipio, en substitución de los espectaculares políticos a la antigua, cargados todavía de fe metafísica en la ideología y la militancia, actores de una psicología arruinada. Primera liga de ciudades: Barcelona, Lyon, Munich y Milán. Eso que de un modo despistado llaman “regiones” y que no saben todavía el potencial que encierran. El gótico con trenes de alta velocidad. Un paraíso.
Si de lo general paso a lo particular, te diré que el mayor número de horas lo consumí frente al baptisterio de Parma, cuyo rosado aplomo (más pictórico que escultórico, contra lo que suelen pensar los hegelianos) me cautivó. Un pisapapeles, pero para prensar documentos de cierta divinidad bizantina. Tuve la fortuna de verlo en funciones, porque el Sábado de Gloria es noche de bautismo, y siendo así que acabamos de cenar muy tarde y juzgamos conveniente ver el octógono a la luz de la luna –era el plenilunio-, nuestra llegada coincidió con la procesión que saliendo del Duomo se dirigía al baptisterio con la intención de cristianizar a dos adultos paganos. El interior, todo él cubierto de simbología, recibe muy bien la voz; si a ello unes los cirios, el incienso, el rumor del agua, las palmas y demás elementos rituales, comprenderás que no me lancé sobre al pila de puro milagro. Todo el desarrollo del drama, en Occidente, es el pálido reflejo del drama esencial, inventado en las catacumbas romanas por profesionales del espectáculo que sabían cómo conmover al público sin necesidad de que Hamlet liquide a media familia. Con un muerto basta, si es un muerto de cierta entidad.

Cambiando de asunto, estoy a la espera de tus instrucciones sobre el número arquitectoso de la revista. Pero quería advertirte que yo no sé absolutamente nada de arquitectura. Estoy muy de acuerdo contigo en el odio visceral a toda arquitectura firmada como si se tratara de una acuarela, por un sujeto, es decir, por un pensador ilustrado y moderno de la arquitectura (Rossi es el ejemplo más cutre, pero Scarpa también lo es, aunque pueda resultar fascinante como artesano), pero es una intuición burda e impresentable. De hecho, no tengo substancia para sostener una opinión.

(La carta aún continuaba con otros asuntos arquitectónicos y de índole personal que no vienen al caso).