(Cuando exponemos y sopesamos razones podemos hablar de diálogo, pero cuando se enfrentan dos fes, o una fe contra una razón, hay que llamarlo polémica. Al artículo DE LA MUERTE DE LOS EDIFICIOS (La Rioja 27ene2001) respondió el arquitecto José Miguel León con otro artículo en el periódico (La Rioja 3mar2001) titulado “De la vida de los edificios” cuya lectura os ahorro porque en la respuesta que escribí (AL FIN, POLEMICA) y que hoy traigo aquí, están contenidos las dos lanzas más punzantes con que intentaba alcanzarme. Me la publicaron el 19may2001 con una estúpida entradilla escrita por un periodista y una foto del edificio de la Bene, rehabilitado por mi adversario, que me había sugerido el periodista y que yo rechacé. Ya que León usó el Panteón como ilustración de su artículo lo retomo yo también para alegrar el mío.)
A pesar de que el periodista que confecciona esta página, cuando redacta los subtítulos o las entradillas de los artículos que yo envío me llama casi siempre provocador y polémico, las más de las veces, por no decir siempre, siento que mis palabras escritas me son devueltas por las mudas paredes de esta ciudad con mi propio eco, hasta el punto, incluso, de hacerme creer que soy como esos locos que van hablando solos por la calle. Si para la conversación ya somos bastante sordos y sólo queremos escuchar lo que nosotros decimos, con la escritura pasa otro tanto o aún más, porque en el momento de redactar no tenemos ni por qué mirar a quien no nos escucha.
Pero hete aquí que en los últimos meses, dos de los más reconocidos arquitectos de esta ciudad me han devuelto mi voz intentando atemperarla con sus razones. El sacerdote y arquitecto Gerardo Cuadra contestó a mi artículo “Las casas de Dios” con una defensa posicional en la que exponía que contra lo que él entendía que yo decía, la arquitectura moderna también servía para dar casa a su Dios. Temiendo que no me hubiera entendido bien y que nuestra polémica se desplazara a un campo teológico donde nuestras diferencias se hicieran insalvables, preferí no devolverle sus palabras (o lo que yo había entendido en ellas) con nuevos argumentos.
Pero la respuesta que José Miguel León ha dado a mi artículo “La muerte de los edificios” sí que me mueve a polemizar con pasión (y no a dialogar como él dice que hace) por cuanto que el núcleo de la cuestión no es ya el de las casas para un posible Dios sobre el que no podríamos ponernos de acuerdo, sino el de la divinización de las propias casas hechas por los hombres, tal y como yo entiendo que él plantea en su artículo “La vida de los edificios”.
Comienza León su escrito con una frase fuerte -y a eso lo llamo yo polemizar y no dialogar- en la que se dice que la metáfora sobre la que yo construyo mi artículo (“a semejanza de sus hacedores, los edificios nacen, viven, envejecen y mueren”) “encierra la trampa de ser de las que tanto sirven para un roto como para un descosido”.
Sé muy bien que el discurso metafórico al que tan aficionado soy en mis artículos periodísticos encierra notables riesgos, pero si suelo incurrir en él no es por otra cosa que por sus notables cualidades pedagógicas (Jesucristo hablaba siempre en metáforas y el calado de su prédica es innegable) y porque de seguir un discurso más ontológico no sólo nadie (ni León) me iba a entender, sino que probablemente, ni las paredes de la ciudad me devolvieran ya mi eco. Claro que León se pasa en su descalificación: qué no diría de San Marcos 13, 25 por ejemplo cuando oyera decir “que el reino de los cielos es semejante a uno que sembró en su campo semilla buena...”. Oiga maestro, -le objetaría con similar desparpajo- a otro con ese cuento, que un reino, y mucho más el de los cielos, no tiene nada que ver con un pobre campesino que sale a sembrar a mano.
Pero mira por donde, si hay una metáfora a la cual me aferro más que a ninguna para explicar el carácter de la arquitectura, rechazando con pasión polémica la ridiculización que de ella ha pretendido León, es esa de que los edificios, como sus hacedores, nacen, viven, envejecen y mueren. Porque más que una metáfora es para mí un sentido, una proposición o una actitud ante la arquitectura y la vida en general. En el núcleo de mi artículo “La muerte de los edificios” venía a decir (o traté de decir) que antes del siglo XVIII, cuando todas las sociedades se fundaban o articulaban en torno a la fe en un Dios eterno, los edificios morían con mucha mayor facilidad que en estos siglos postreros, en que los que la fe en los Dioses va mermando y, por supuesto, desapareciendo de la articulación de las sociedades.
No sé si quedaba claro entonces que mi rechazo a poner a la Arquitectura en el lugar de los dioses caídos es absoluto. Pero si no quedaba claro, lo digo y lo subrayo, para que se entienda mejor que lo que pretende hacer León (si es que he entendido bien su artículo) es justamente eso que yo rechazo. Nuestra polémica, por tanto tiene motivos más que fundados, aunque probablemente, mucho me temo, acabe como la de Gerardo Cuadra, porque ontológicamente no hay posibilidad de encuentro entre una razón y una fe.
La cita de Mark Rothko con que León cierra espléndidamente (a nivel literario y argumental) su artículo, y con la que pretende dar eternidad a los edificios y a los cuadros (a ciertos edificios y ciertos cuadros, supongo, porque no todos podrán caber en la ciudad) es la representación misma del hombre como fabricante de dioses. Dice así: “...un cuadro (edificio) vive en función de quien lo acompaña (habita), y se ensancha y crece a los ojos del observador (usuario)”. En la lectura más cruda de esta frase entendemos que los cuadros y edificios no son nada sin sus contempladores, lo que desde cualquier punto de vista es absolutamente falso. El cuadro o el edificio, mientras no sean destruidos físicamente o sean traicionados en sus contenidos, siguen viviendo aunque nadie los habite ni los vea, porque sus colores o sus piedras cuentan sin cesar lo que sus hacedores pusieron en ellos. El edificio o el cuadro posibilitan cierto diálogo entre el que lo hizo y el que lo ve, y no pueden ser tan sólo una creación de quien lo ve... a menos que..., a menos que se pretenda que sean divinizados por quien los contempla (que probablemente es lo que pretendía Rotko, dicho sea de paso). La invención de un Dios no es un diálogo (Dios no habla - tan sólo es Verbo); la invención de un Dios es un monólogo absoluto y brutal, el monólogo más vanidoso que imaginarse pueda. Quien pretenda que la vida de los edificios, de los cuadros o de las cosas, dependa de su propia atención, ese sólo habla para sí, y en todo caso, para aquellos a los que quiera arrastrar en la fé por él creada.
Pero mal que le pene a Rotko y a León, los cuadros y los edificios nos hablan de sus hacedores y por mucho que se empeñen quienes los quieran divinizar, envejecerán y morirán como sus hacedores. Y si no, ¡al tiempo!.
Ahora bien, quien tiene un Dios no parece tener reparo ni sonrojo en entrar a saco en los templos de los otros y poner allí al suyo. Y eso vale tanto para el Panteón de Roma como para la Bene de Logroño (edificio que también citaba yo en el artículo que daba origen a esta polémica, y que vaya uno a saber si no será el verdadero causante de la misma). Quien tiene un nuevo Dios se permite cambiar los significados de la obra de los templos anteriores y hasta decir que gracias a esos cambios los edificios siguen vivos. ¡Loado sea el Señor y por siempre alabado!, cualesquiera que sea su nombre. Pero ni la cúpula del Panteón será nunca un mandala por mucho que se la fotografíe desde abajo velando la línea del óculo central, ni el ocultamiento de la fachada de la iglesia desde el acceso a la Bene o la conversión en pasillos longitudinales de las galerías que abrían transversalmente la sección del edificio de los pabellones a los patios podrán ser tomadas por nadie sensato como un alargamiento de la vida del anterior edificio.
Pero vaya yo acallando mi voz, no sea que me convierta en un nuevo monologante y acabe loco o con espada. (Di que al no tener fe ni en mi discurso, apenas tendría fuerza para levantarla). Pare yo la escritura y quédeme a la escucha, no sea que gracias a esta polémica hubiera logrado que alguien dudase de su fe, y conseguido hacerle caer en la tentación de poner su palabra en diálogo.
A pesar de que el periodista que confecciona esta página, cuando redacta los subtítulos o las entradillas de los artículos que yo envío me llama casi siempre provocador y polémico, las más de las veces, por no decir siempre, siento que mis palabras escritas me son devueltas por las mudas paredes de esta ciudad con mi propio eco, hasta el punto, incluso, de hacerme creer que soy como esos locos que van hablando solos por la calle. Si para la conversación ya somos bastante sordos y sólo queremos escuchar lo que nosotros decimos, con la escritura pasa otro tanto o aún más, porque en el momento de redactar no tenemos ni por qué mirar a quien no nos escucha.
Pero hete aquí que en los últimos meses, dos de los más reconocidos arquitectos de esta ciudad me han devuelto mi voz intentando atemperarla con sus razones. El sacerdote y arquitecto Gerardo Cuadra contestó a mi artículo “Las casas de Dios” con una defensa posicional en la que exponía que contra lo que él entendía que yo decía, la arquitectura moderna también servía para dar casa a su Dios. Temiendo que no me hubiera entendido bien y que nuestra polémica se desplazara a un campo teológico donde nuestras diferencias se hicieran insalvables, preferí no devolverle sus palabras (o lo que yo había entendido en ellas) con nuevos argumentos.
Pero la respuesta que José Miguel León ha dado a mi artículo “La muerte de los edificios” sí que me mueve a polemizar con pasión (y no a dialogar como él dice que hace) por cuanto que el núcleo de la cuestión no es ya el de las casas para un posible Dios sobre el que no podríamos ponernos de acuerdo, sino el de la divinización de las propias casas hechas por los hombres, tal y como yo entiendo que él plantea en su artículo “La vida de los edificios”.
Comienza León su escrito con una frase fuerte -y a eso lo llamo yo polemizar y no dialogar- en la que se dice que la metáfora sobre la que yo construyo mi artículo (“a semejanza de sus hacedores, los edificios nacen, viven, envejecen y mueren”) “encierra la trampa de ser de las que tanto sirven para un roto como para un descosido”.
Sé muy bien que el discurso metafórico al que tan aficionado soy en mis artículos periodísticos encierra notables riesgos, pero si suelo incurrir en él no es por otra cosa que por sus notables cualidades pedagógicas (Jesucristo hablaba siempre en metáforas y el calado de su prédica es innegable) y porque de seguir un discurso más ontológico no sólo nadie (ni León) me iba a entender, sino que probablemente, ni las paredes de la ciudad me devolvieran ya mi eco. Claro que León se pasa en su descalificación: qué no diría de San Marcos 13, 25 por ejemplo cuando oyera decir “que el reino de los cielos es semejante a uno que sembró en su campo semilla buena...”. Oiga maestro, -le objetaría con similar desparpajo- a otro con ese cuento, que un reino, y mucho más el de los cielos, no tiene nada que ver con un pobre campesino que sale a sembrar a mano.
Pero mira por donde, si hay una metáfora a la cual me aferro más que a ninguna para explicar el carácter de la arquitectura, rechazando con pasión polémica la ridiculización que de ella ha pretendido León, es esa de que los edificios, como sus hacedores, nacen, viven, envejecen y mueren. Porque más que una metáfora es para mí un sentido, una proposición o una actitud ante la arquitectura y la vida en general. En el núcleo de mi artículo “La muerte de los edificios” venía a decir (o traté de decir) que antes del siglo XVIII, cuando todas las sociedades se fundaban o articulaban en torno a la fe en un Dios eterno, los edificios morían con mucha mayor facilidad que en estos siglos postreros, en que los que la fe en los Dioses va mermando y, por supuesto, desapareciendo de la articulación de las sociedades.
No sé si quedaba claro entonces que mi rechazo a poner a la Arquitectura en el lugar de los dioses caídos es absoluto. Pero si no quedaba claro, lo digo y lo subrayo, para que se entienda mejor que lo que pretende hacer León (si es que he entendido bien su artículo) es justamente eso que yo rechazo. Nuestra polémica, por tanto tiene motivos más que fundados, aunque probablemente, mucho me temo, acabe como la de Gerardo Cuadra, porque ontológicamente no hay posibilidad de encuentro entre una razón y una fe.
La cita de Mark Rothko con que León cierra espléndidamente (a nivel literario y argumental) su artículo, y con la que pretende dar eternidad a los edificios y a los cuadros (a ciertos edificios y ciertos cuadros, supongo, porque no todos podrán caber en la ciudad) es la representación misma del hombre como fabricante de dioses. Dice así: “...un cuadro (edificio) vive en función de quien lo acompaña (habita), y se ensancha y crece a los ojos del observador (usuario)”. En la lectura más cruda de esta frase entendemos que los cuadros y edificios no son nada sin sus contempladores, lo que desde cualquier punto de vista es absolutamente falso. El cuadro o el edificio, mientras no sean destruidos físicamente o sean traicionados en sus contenidos, siguen viviendo aunque nadie los habite ni los vea, porque sus colores o sus piedras cuentan sin cesar lo que sus hacedores pusieron en ellos. El edificio o el cuadro posibilitan cierto diálogo entre el que lo hizo y el que lo ve, y no pueden ser tan sólo una creación de quien lo ve... a menos que..., a menos que se pretenda que sean divinizados por quien los contempla (que probablemente es lo que pretendía Rotko, dicho sea de paso). La invención de un Dios no es un diálogo (Dios no habla - tan sólo es Verbo); la invención de un Dios es un monólogo absoluto y brutal, el monólogo más vanidoso que imaginarse pueda. Quien pretenda que la vida de los edificios, de los cuadros o de las cosas, dependa de su propia atención, ese sólo habla para sí, y en todo caso, para aquellos a los que quiera arrastrar en la fé por él creada.
Pero mal que le pene a Rotko y a León, los cuadros y los edificios nos hablan de sus hacedores y por mucho que se empeñen quienes los quieran divinizar, envejecerán y morirán como sus hacedores. Y si no, ¡al tiempo!.
Ahora bien, quien tiene un Dios no parece tener reparo ni sonrojo en entrar a saco en los templos de los otros y poner allí al suyo. Y eso vale tanto para el Panteón de Roma como para la Bene de Logroño (edificio que también citaba yo en el artículo que daba origen a esta polémica, y que vaya uno a saber si no será el verdadero causante de la misma). Quien tiene un nuevo Dios se permite cambiar los significados de la obra de los templos anteriores y hasta decir que gracias a esos cambios los edificios siguen vivos. ¡Loado sea el Señor y por siempre alabado!, cualesquiera que sea su nombre. Pero ni la cúpula del Panteón será nunca un mandala por mucho que se la fotografíe desde abajo velando la línea del óculo central, ni el ocultamiento de la fachada de la iglesia desde el acceso a la Bene o la conversión en pasillos longitudinales de las galerías que abrían transversalmente la sección del edificio de los pabellones a los patios podrán ser tomadas por nadie sensato como un alargamiento de la vida del anterior edificio.
Pero vaya yo acallando mi voz, no sea que me convierta en un nuevo monologante y acabe loco o con espada. (Di que al no tener fe ni en mi discurso, apenas tendría fuerza para levantarla). Pare yo la escritura y quédeme a la escucha, no sea que gracias a esta polémica hubiera logrado que alguien dudase de su fe, y conseguido hacerle caer en la tentación de poner su palabra en diálogo.