jueves, mayo 31, 2007

DE LA MUERTE DE LOS EDIFICIOS


(Aprovechando este tiempo de receso voy a colgar algunos artículos viejos que fueron escritos para periódicos y revistas varios. Éste, en concreto, lo redacté para la página de arquitectura que se creó por acuerdo del Colegio de Arquitectos y el periódico La Rioja hacia el año 2000. Meses después lo encontré publicado en una página inmobiliaria de Internet que nunca me pidió permiso para ello ni se dignó notificármelo. Se ve que gracias a Internet cada cual lee, entiende y copia lo que quiere. Tendrá que ser así. Para mí que todo el artículo es sólo es un pretexto para reproducir un impresionante párrafo sobre el arte, la vida, y la muerte, de Ernst Jünger . Ilustro el sepelio con uno de los cadáveres de nuestro Casco Antiguo.)


A semejanza de sus hacedores, los edificios nacen, viven, envejecen y mueren. Pero la vida de los edificios, a diferencia de la vida de quienes los hacen, los usan, o los destruyen, es por lo general (o era) bastante más larga. Si la vida media de los hombres está entre los 50 y los 90 años, la de los edificios, por poner una cifras orientativas, podría situarse entre los 100 y los 500 años.

En los tiempos en que las aspiraciones humanas de eternidad estaban administradas única y exclusivamente por las religiones y sus iglesias, la diferencia del ciclo vital entre los hombres y los edificios no parecía tener gran relevancia. Era un conocimiento similar al de que la vida de los perros es más corta, y la de las tortugas, mucho más larga.

Pero a partir del siglo XVIII en que los hombres dejaron de depositar su confianza de eternidad en una vida ultraterrena ofrecida por un Dios en duda, la mayor duración de los edificios empezó a tener para la humanidad el significado de un conjuro contra la muerte. La experiencia de vivir entre edificios construidos por generaciones que habían desaparecido por completo de la faz de la tierra, prometía así mismo que los edificios construidos por nosotros prolongarían la huella de nuestra existencia por los siglos de los siglos.

La Historia se erigió entonces en una nueva administradora de la eternidad, juzgando ella (o sus ministros, más bien) qué es lo bueno y qué es lo malo, y separando en consecuencia lo que debe perdurar y lo que debe perecer. A partir de la institución de la Historia, la vida de algunos edificios se alarga mucho más allá del más largo de sus ciclos vitales, alcanzando así visos de auténtica eternidad.
Ahora bien, la manera en que procede la Historia con los edificios que declara eternos no deja de ser similar a aquellas momificaciones que se les hacía a los faraones egipcios: se les quitaban las vísceras, se les embalsamaba y se les guardaba en conserva. Los antiguos egipcios debieron pensar que con ese tipo de operaciones los faraones seguían viviendo eternamente, pero nosotros descreemos igualmente de ese tipo de fantasías y sabemos que el embalsamado está tan muerto como el griego enterrado o el hindú incinerado. Cuando el corazón ha dejado de palpitar y el electroencefalograma está plano, la vida se ha ido para siempre por mucho que queramos guardar los huesos, los pelos o la piel cerúlea.

Claro que, en el caso de los edificios la línea de separación entre la vida y la muerte no está tan clara. Es más, en los edificios puede darse más fácilmente la muy imaginativa solución al problema de la muerte y de la eternidad que entendemos como reencarnación, esto es, que una nueva vida surja en los restos materiales de lo que albergó una vida anterior. En materia de reencarnaciones hay dos teorías, la de los animistas, que consideran que la vida está en un alma que puede transmigrar por diferentes soportes; y la de los materialistas, que consideran que las moléculas que ahora están mi hígado, el día de mañana formarán parte de la corteza de un cangrejo. En materia de edificios caben también las dos teorías, pero de momento me referiré a la segunda por ser mucho más conocida y accesible al entendimiento.

Dentro de la teoría de reencarnación materialista hay a su vez otras dos posibilidades: 1) las partículas del edificio muerto se desmontan y pasan a formar parte de nuevos organismos (con el bronce del techo del Panteón de Roma se construye el baldaquino de San Pedro y así sucesivamente); y 2) el edificio muerto vuelve a la vida con un uso distinto.

Para esta segunda opción hay numerosos ejemplos. Tomemos para empezar el del ya citado Panteón de Roma. Podríamos certificar su primera muerte cuando deja de ser la casa de representación de todos los dioses del Imperio Romano, y su primera reencarnación cuando se convierte en iglesia católica del único Dios cristiano. La Historia se lo arranca luego al Dios cristiano (segunda muerte) y lo convierte en templo de sí mismo (del Arte o de la Historia), para que posteriormente (cuarta y última reencarnación), la poderosa Industria Romana del Turismo lo convierta a su vez en materia prima de una espectacular producción de divisas.

Tomemos otro ejemplo mucho más cercano: la torre y castillo de Logroño fue una edificación defensiva que se quedó obsoleta ante el progreso de las armas y las mayores facilidades burocráticas de la movilidad de las gentes. Según Pedro Alvarez Clavijo, fue utilizada posteriormente como prisión, uso muy funcional en verdad, dado lo sólido de sus muros, y finalmente fue dada por muerta y enterrada bajo una carretera moderna en el siglo diecinueve. Sus huesos han salido a la luz el pasado año en las desafortunadas obras de un cruce de carreteras a distintos niveles y han sido objeto de una polémica breve pero interesante entre quienes lo veían resucitado, quienes no lo consideraban digno de figurar en la historia, y quienes daban por buena su movilidad de aquí para allá.

Cerremos por último esta lista con una mención a la dudosa reencarnación de la Bene de Logroño como edificio contenedor apto para cualquier uso, sea Conservatorio de Música, Consejería de Urbanismo o lo que le vaya llegando.

Según parece, si los edificios son los cuerpos, los usos son su vida. Entre uno y otro hay una conexión de signos - la que se resume en el acertado refrán de que “la cara es el espejo del alma”- que los hace enteramente vivos. Cuando esa unidad entre forma y contenido se rompe, los edificios se vuelven algo así como muertos vivientes: una especie de zombis. Así que el empeño actual de que los edificios sean nuestra referencia o nuestro acceso a la eternidad está provocando un aumento espectacular de zombis en nuestras ciudades.

Pero dejemos el tema de las reencarnaciones y volvamos a afrontar el tema de la muerte desde otras perspectivas. Veamos en primer lugar cómo se altera la percepción de la muerte a partir del fenómeno de la clonación de objetos. La conviviencia de los hombres con los utensilios que construye (y los edificios no dejan de ser un tipo más entre ellos) sufre una gran alteración cuando los objetos dejan de ser producidos uno a uno y pasan a clonarse, o sea, a producirse en serie. El carácter único e irrepetible del objeto artesanal desaparece y con ello la importancia de su nacimiento y de su muerte. Los objetos pasan a ser un número más de una serie indefinida, sólo limitada por las necesidades del mercado. En la era de la industrializacion, la presencia de un objeto clónico o su desaparición no sólo carecen de la menor importancia sino que para que la serie pueda seguir reproduciéndose es preciso que los objetos tengan una vida lo más corta posible. Si el coche nos durara más de diez años, no sólo le podríamos empezar a coger cariño sino que paralizaría la producción de la fábrica que los hace.
El desarrollo industrial y tecnológico permite igualmente la clonación de cualquier tipo de edificio. Por si alguien dudara de la falta de escrúpulos de esta nueva forma de conducta, ahí está el caso ejemplar de la reproducción de las Cuevas de Altamira. Hasta ahora habíamos asistido a la restitución más o menos fidedigna de las distintas partes de un edificio dañado (según la teoría de restauración de Viollet le Duc puesta en entredicho por nuestra vigente Ley del Patrimonio), como si de implantes o de cirujía estética se tratara. Los parques temáticos o los hoteles de La Vegas habían hecho clonaciones anecdóticas o caricaturescas. Pero a partir de la exacta clonación de la capilla sixtina de la prehistoria ahora ya podemos empezar a reproducir todo aquello que interese. Que se cae una catedral de Burgos, pues hacemos tres más (por cierto que los apóstoles de su fachada ya han sido recientemente clonados y sustituidos por unos de plástico sin que nadie proteste lo más mínimo).

Hubo un tiempo en que la muerte era un gran tema de reflexión. Lichtenberg dice en uno de sus famosos aforismos que era uno de sus pensamientos predilectos. La muerte en nuestro tiempo ha llegado a ser, sin embargo, un tema desagradable y de mala educación; casi un tema tabú. La muerte es ya sólo, ó un accidente, ó la fecha de caducidad de un producto; y en la materia que nos ocupa, nadie ha puesto aún esa fatídica fecha a los edificios. Se genera con ello una vana ilusión de eternidad, un nuevo infantilismo, entre tantos como invaden a nuestra cultura.

Por eso, contra el falso escándalo cotidiano de la muerte de los edificios (que no es otro que el mismo y lamentable escándalo de nuestra propia muerte) y contra la estupidez de la indefinida prolongación de su vida yo propongo una vez más la fórmula que Jünger escribió en Radiaciones, volumen 1 pag. 295 de la edición castellana de Tusquets: “Es preciso que el “opus” alcance un nivel en el que se torne superfluo –por cuanto transparenta eternidad. A medida que el “opus” se acerca a la belleza más alta, a la verdad más honda, va ganando también rango invisible; y el pensamiento de que perecerá en cuanto obra de arte, en sus símbolos fugaces, es un pensamiento que causa cada vez menos dolor. Lo mismo cabe decir de la vida en general. Es preciso que en ella alcancemos un nivel en el que sea posible realizar de un modo fácil, osmótico, el tránsito –un nivel en el que la vida merezca la muerte”.