En los primeros párrafos no me hacía una idea precisa del lugar en que el autor estaba tratando de ambientar la novela:
“Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez como para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas del día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana de Odio”.
Pero cuando el protagonista se dirige a arreglar el desagüe del fregadero de su vecina, me di cuenta de que yo había estado en un lugar muy semejante:
“Estas reparaciones de aficionado constituían un fastidio casi diario. Las Casas de la Victoria eran unos antiguos pisos construidos hacia 1930 aproximadamente y se hallaban en un estado ruinoso. Caían constantemente trozos de yeso del techo y de la pared, las tuberías se estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la calefacción funcionaba sólo a medias, cuando funcionaba, porque casi siempre la cerraban por economía. Las reparaciones, excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser autorizadas por remotos comités que solían retrasar dos años incluso la compostura de un cristal roto”.
En abril del 2002 estuve en La Habana y estas descripciones de los comienzos de la novela 1984 de George Orwell que he leído este último fin de semana me han devuelto directamente al edificio López-Serrano. Eran más de siete pisos los de este famoso edificio que señalaban las guías de arquitectura y los subimos andando, claro. Los ascensores no funcionaban. Se construyó en 1932, fue proyectado por los arquitectos Mira y Rosich, y en su hall aún conservaba alguno de los tics art decó que se pueden ver también en muchos de los edificios neoyorkinos de su época. Pero el estado general de conservación era lamentable.
Invadido por la tristeza del contraste entre el aparente buen estado exterior y el abandono interior, sólo le hice tres fotos: una parcial de la fachada, y dos de la reparación de las lámparas del hall.
Viéndolas ahora me pregunto si las repararía algún Winston Smith de la casa o si la colocación del fluorescente en una, y la bombilla en la otra, fueron decisiones tomadas en remotos comités del Partido. En ambos casos, y seguramente por economía, se optó por no perder tiempo en desmontar la lámpara anterior. Intentamos encenderlas para que salieran mejor en las fotos pero no había electricidad. Es posible que estuvieran de restricciones para la siguiente Semana del Odio contra el vecino del norte.