sábado, mayo 05, 2007

TRES EXPERIENCIAS NO FOTOGRAFICAS





(escrito en el 2000 para la revista El Pendulo del Milenio y publicado en su número 9)

La fotografía es una de las técnicas más fascinantes que el hombre ha tenido en su mano en este periodo de la historia aún abierto que aceptamos con la tautológica denominación de modernidad. Como tantas otras técnicas o inventos, los hombres se han acomodado a su presencia y a su utilización sin mayor preocupación existencial, pero junto a ese enorme desenvolvimiento económico de la industria y consumo de la fotografía, ha habido también quienes se han ocupado de reflexionar sobre el sentido de la fotografía y sobre sus alteraciones o efectos en la vida del hombre. Mi erudición en esta materia es escasa y me gustaría encontrar algún buen tratado sobre filosofía y fotografía o acaso a alguien que pusiera en orden mis lecturas y reflexiones sobre fotografía. Mientras tanto voy tirando con lo que encuentro o lo que yo mismo voy poniendo por escrito a golpe de artículo. Mirar, del actualmente celebrado John Berger fue mi libro de iniciación a la fotografía, a los que siguieron el de Susan Sontag, Sobre la fotografía y el de Roland Barthes, La cámara lúcida. Debo decir que también leí al Benjamin del arte en la era de la reproducción pero que nunca me enganchó mucho. Por mi parte yo escribí algo heterodoxo y lateral sobre la fotografía en mi artículo Mirar en contraste, (nº 1 de la revista encontraste) y sobre fotografía y arquitectura en Las verdaderas fotos de la estación de Atocha, y Berlín, artículos inéditos que espero que vean pronto la luz en un nuevo libro titulado Una voz en un lugar, que está en busca de editor. En un curso de la Escuela de Arte de Logroño preparé abundante material sobre una veintena de fotógrafos históricos y llegué a descubrir el verdadero secreto de la magia de Cartier Bresson –que no es el que cuenta Berger en su libro–, pero todas aquellas notas están esperando un año sabático para ser ordenadas y puestas en prosa.
Lo que traigo hoy aquí para ir dejando rastro, es un trío de experiencias pudiéramos decir que “no fotográficas”, vividas hace años y sólo recogidas fragmentariamente en mi correspondencia personal. La primera de ellas es la de un viaje a Grecia sin cámara de fotos en los años setenta. La segunda es la de una misa en el Vaticano y la tercera, la de mi primera visita al Guggenheim de Bilbao.

1. Siendo estudiante de arquitectura, a pesar de que ya tenía, no sólo una buena cámara fotográfica sino también un pequeño laboratorio de revelado en blanco y negro, cuando tuve la oportunidad de ir a pasar un verano en Atenas, decidí no llevar la cámara. Como casi siempre he viajado con ella, puedo decir que la experiencia ateniense es una excepción en mi vida y que en ese sentido es uno de los viajes que más motivan mi reflexión y mi recuerdo. No acierto a averiguar por qué tomé aquella decisión (pues en torno al verano del setenta y tres en que concretamente hice el viaje hice un buen número de fotos), pero sí podría decir los efectos que me causó tal decisión: en vez de fotos en papel tengo varios carretes de fotos de Grecia permanente e indestructiblemente en mi memoria. Obviamente, la foto más repetida es sin duda la de la fachada frontal del Partenón con todo tipo de luz. Después de mi estancia matinal –no me atrevería a llamarlo “trabajo”– en el departamento de arquitectura de la compañía griega de teléfonos, solía irme por las tardes a la Acrópolis, donde me pasaba horas y horas sentado ante las ruinas del gran templo de la diosa Palas Atenea viendo como el crepúsculo lo bañaba con todos sus colores. Pero en honor a la verdad debo decir que aunque no llevaba cámara de fotos lo cierto es que en aquella posición hice una cantidad enorme de ellas, y no sólo en mi memoria, pues al verme los turistas en posición tan idónea me pedían una y otra vez que les retratase a ellos mismos con sus novias o sus grupos sobre el telón de fondo de las célebres columnas dóricas. Manejé así infinidad de cámaras de la época pero ha de entenderse que las fotos de mi memoria iban en otro carrete.
Me he preguntado muchas veces, a la vista de las imágenes de mi recuerdo, si los viajeros anteriores a la invención de la fotografía almacenarían las imágenes de sus viajes de un modo similar o radicalmente distinto al modo en que lo había hecho yo. Algún experto en psicología comparada me podría ayudar en esta cuestión, es decir en responder a la pregunta de si mi modo de guardar las imágenes en la memoria estaba ya condicionado por mi práctica fotográfica o no. Igualmente, no tengo tampoco claro si la manera en que soñamos los hombres modernos es también distinta a la de los hombres anteriores a la existencia del cinematógrafo.
La memoria almacena imagenes de cierta vaguedad que se hacen mucho más vívidas en los sueños y mucho más reales en el papel fotográfico. A veces he tratado de dibujar en papel las clarísimas imágenes formadas en mis sueños o las vagas imágenes de mis recuerdos, pero siempre las he traicionado, siempre el dibujo me falseaba y aniquilaba la imagen anterior, así que decidí renunciar a ello. Lo que yo quisiera en verdad es que de mi memoria saliera la imagen en el papel con la nitidez que da el proceso de un ordenador y su impresora, pero parece que de momento esto no es posible. Para conservar la vaga imagen de un viaje o la vívida imagen de un sueño he decidido que la narración escrita es mucho mejor que el dibujo porque aunque nunca consiga fidelidad alguna, por lo menos no las aniquila y las imagenes siguen tal cual, ahí en la memoria.
Nunca más creo haber viajado sin cámara de fotos a no ser por un despiste o un olvido. Yo diría que tengo miedo a viajar sin cámara de fotos, que los hombres de nuestro tiempo tenemos miedo a viajar sin cámara de fotos, y que de ese modo vamos perdiendo esa porción de nuestra vieja memoria fisiológica dedicada al fascinante mundo de las imágenes. El viaje a Atenas ha quedado para mí como una osada aventura de juventud que ofrezco a quienes con más valor que yo la quisieran experimentar por su cuenta.

2. Más ligada a la filosofía que a la psicología es mi experiencia del Vaticano. Estuve allí en los septiembre del 97 con mis hijas y las llevé, como no, al mayor espectáculo de la cristiandad, esto es, a una misa mayor de domingo en San Pedro. Fuimos con tiempo a coger sitio porque ya las masas de fieles –una vez revisado el alcance de sus escotes y la longitud de sus faldas– se agolpaban en torno a la cúpula de Miguel Angel un cuarto de hora antes de empezar la función. Me sorprendió sin embargo observar que muchos de estos fieles llevasen cámaras de fotos en la mano o colgadas del cuello y que los guardianes de la entrada no les pusieran ningún impedimento. En mis innumerables asistencias a los ritos católicos no había visto nunca nada igual, ni incluso en bodas. La ceremonia empezó con el paseo de los diferentes estamentos del clero, una fila de monaguillos y el coro en pleno por las naves de Maderno. Volvimos la cabeza hacia atrás y por entre las tiaras y las nubes de incienso pude observar también el centelleo de un montón de flashes provenientes de otras tantas cámaras de fotos. No era para menos, pues la pompa es arte escaso en estos tiempos de modernidad y tanto el fiel católico y contrarreformista como el turista desarrapado la echan de menos en sus vidas. Al captar el desfile con sus cámaras se llevarían a sus casas cuando menos el consuelo de que el ceremonial aún no ha desaparecido de la faz de la tierra.
Pero con todo lo interesante que fue esta primera contemplación del uso de la fotografía, lo más emotivo estaba aún por llegar. Esa experiencia se produjo, por supuesto, en el instante de mayor intensidad religiosa del rito de la misa, esto es en el acto de la consagración. Como sabe el entendido en religión católica, en ese momento se produce una transustanciación y el pan ácimo de la hostia se convierte en carne de Dios; así que cuando el sacerdote elevó la hostia con sus manos por encima de su cabeza un millar de flashes se dispararon al unísono en el magno templo dando fé del milagro.
Bien entendida, la fotografía es la expresión más certera del deseo de eternizar un instante y si los eleatas hubieran conocido la fotografía habrían tenido en su mano la prueba irrefutable de que el movimiento es una ilusión. Las grandes ontologías de la historia de la filosofía han tenido siempre como meta expresar que el ser lo es todo y que el devenir es una locura. Una estrella fugaz es un cosmos y un trocillo de pan es un Dios. Y si nuestro limitado entendimiento no nos da para entenderlo, la cámara de fotos ha venido definitivamente en nuestra ayuda, por lo que cada foto es esencialmente una consagración. En San Pedro del Vaticano entendí que el rito de la consagración de la religión católica y el disparo fotográfico del creyente eran una misma cosa, y que ese logro de eternidad en la llamada Ciudad Eterna había sido uno de los mayores descubrimientos de mi vida.

3. Mientras estaba haciendo una de las largas colas en los primeros días después de la inauguración del Museo Guggenheim de Bilbao, la chica que me antecedía contaba que su marido, arquitecto catalán al que le guardaba la vez y le dispensaba de tan tedioso trámite, no paraba de hacer fotos al edificio. Al fin apareció el susodicho, radiante de felicidad por los logros de su empresa ¡Ya verás que fotos!, ¡ya verás que fotos!, le decía a su mujer para amortizar su trabajo en el cola. Todas como un Kandinsky –pensé para mí por lo bajo–, porque es imposible que salga mal una foto de ese edificio: todas, absolutamente todas las fotos que le haya hecho serán sin duda estupendas pinturas abstractas de líneas inverosímiles y caprichosas, si bien un poco desvaídas de color.
Si los nuevos museos o los edificios emblemáticos se construyen para atraer a los turistas, y los turistas siempre llevan una cámara de fotos colgada al cuello, el Guggenheim es el campeón de todos los edificios insignes del mundo porque ha conseguido que todas las fotos de los pésimos fotógrafos que son los turistas salgan redondas.
Claro que a tan prometedor cielo fotográfico, los organizadores le han puesto un límite increíblemente irritante: en el interior, igual de fotogénico que el exterior, no te dejan hacer fotos. El pobre marido, arquitecto y fotógrafo, que se había reservado un par de carretes para el interior se quedó helado cuando le pidieron que entregara la cámara en la consigna.
La prohibición me pareció de una extrema crueldad y me dije para mis adentros que los turistas, cuando se organicen un poco, deberían boicotear las visitas a los edificios en los que no les dejan hacer fotos. Es vergonzoso que en estos tiempos se le fuerce a nadie a guardar imágenes en la memoria.

Mi experiencia de Atenas fue voluntaria, y precisa de una decisión que sólo el valor o la inconsciencia de la juventud suministran. Condenar a los turistas a no poder hacer fotos es privarles sádicamente de la experiencia de la consagración, de la técnica de la eternidad. De alguna manera, es como impedirles el acceso a Dios.
Así que pienso ahora, a la vista de todo ello, si mi viaje de juventud a Grecia no fue sino una primera experiencia de ateísmo.