El verano pasado en Berlín fuimos a ver la famosa fábrica que Peter Behrens construyó en 1909 para la AEG y nos encontramos con que tres inoportunos árboles nos impedían disfrutar de la presencia urbana de aquel gran templo del maquinismo moderno. Fastidiados por el contratiempo, aprovechamos la visita para contemplar con más detenimiento la fachada lateral, y buscar la entrada a la fábrica, asunto este último que se me había pasado por alto la primera vez que la vi en el viaje de 1995, cuando seguramente los árboles no estaban tan crecidos y la contemplación de la fachada principal a la calle aún era posible.
La desazonadora presencia de esos tres arbolillos me conectó de inmediato con ciertos asuntos pendientes que tenemos en mi ciudad, y me dije que de allí tenía que salir una reflexión LHD.
El respeto por los árboles urbanos se ha convertido desde hace unas décadas en un tema tabú. No hay tala urbana que no sea rápidamente contestada por la ciudadanía y capitalizada por el partido de turno en la oposición. Es decir, no hay tala urbana. Y cuando la hay, se ha de hacer con nocturnidad y alevosía, como la de los viejos cedros de El Espolón. El pecado de no tocar un árbol urbano fue introducido por los “ecologistas” mucho antes de que las feministas o los gays establecieran las nuevas costumbres de lo políticamente correcto. Los dictados de la moral urbana ya no se dictan desde los púlpitos o la sabiduría ilustrada, sino que son cosa de unos colectivos así llamados “alternativos”. Los políticos que hacen leyes y establecen costumbres están tan entretenidos en su lucha particular por la alternancia en el poder que parecen haber abandonado esta parcela de poder, y es más, hasta les debe de parecer bien que la ejerza esta gente.
En la ciudad, un árbol no es un asunto de ecología, sino un tema de arquitectura. Y como los árboles crecen y las ciudades se transforman, la idoneidad de su implantación o desaparición ha de hacerse desde el análisis arquitectónico y no desde el fundamentalismo proteccionista de ecologistas de pacotilla o desde la ligereza de lo políticamente correcto.
Que yo recuerde, el célebre episodio que hizo caer sobre esta ciudad el tabú de que “los árboles no se tocan” fue el intento de tala de los cedros de la plaza del Mercado cuando se hizo su última pavimentación (aquella que comenté en el LHDn79). Es curioso recordar la guerra que se armó por intentar poner fin a aquellos cuatro árboles y que nadie dijera ni una sola palabra sobre el diseño del pavimento. Aquellos cuatro viejos cedros, plantados sobre una ordenación de jardinería anterior, fueron finalmente “respetados” y se quedaron como unos pasmarotes en medio de la “ordenación” del nuevo pavimento. Tres de ellos se han muerto en los pocos años que van desde aquella remodelación a nuestros días, y el cuarto está el pobre que da pena verlo. Pero hasta que no se caiga parece tener colgado el cartel de “intocable” y yo añadiría que el de… ¡ridículo!
Delante de tres equipamientos urbanos de Logroño que seguramente se retranquearon sobre la alineación oficial para dar mayor empaque a sus fachadas sobre la propia calle, se plantaron hace muchos años, siguiendo alguna moda de jardinería temporal, otros tantos cedros o abetos que con el tiempo crecieron y ocultaron sus fachadas. Cuando la ciudad se hacía con equipamientos de fachadas bien compuestas, podía ser irrelevante que algunas de ellas se ocultara detrás de una cortina vegetal, pero el deterioro urbano que va desde aquellos momentos en que la arquitectura se representaba en la calle hasta estos tiempos en que toda nuestra arquitectura se ha vuelto banal y anodina, hace más que nunca necesaria la presencia de esos edificios en la escena urbana.
Traigo aquí tres de los más urgentes ejemplos y pido para ellos la limpieza que se merecen: el Hospital Militar, la Escuela de Artes y Oficios y el Convento de Misioneros. Y de paso (por pedir que no quede), que talen también en Berlín los tres miserables desgraciados árboles que ocultan la AEG de Behrens.