martes, febrero 27, 2007

137. CEMENTERIO DE SAPIGNIES






Un amigo de Barcelona que se va a París por unos meses y que parece harto de la batalla que tiene que librar cada día con los nacionalistas de su provincia, me pidió hace unos días por carta que le dijera de algún tesoro que pudiera tener yo por allí. La cultura de este amigo es tan vasta y tanto me ha enseñado él de París y del resto del mundo que su petición me pareció casi ofensiva. Pero además de culto este amigo es tan sabio que al final casi siempre tengo que darle la razón: es verdad que tengo por allí algún tesoro escondido.

Ya hace tiempo que quería dedicar un LHD a los campos de batalla, esos lugares sagrados, mayormente olvidados, donde miles de hombres dieron su energía, su sangre y su vida en el choque contra otros hombres dispuestos a la misma entrega. Fue otro amigo catalán, Joan Isart, el primero que me señaló la extraña radiación que poseen y emiten esos lugares, y lo hizo contándome su visita a Calatañazor: Juan, no dejes de ir allí, -me escribió en una carta-, porque mirando las piedras que rodean aquel lugar, aún podrás oír el ruido de los cascos de caballos y el batir de las espadas de las huestes de Almanzor. Fui, y era verdad. Volví conmocionado. Desde entonces he recorrido un buen número de campos de batalla: muchos en Francia, desde Verdún hasta el Marne; algunos muy famosos en Grecia; y los últimos, los de Gandesa, debajo de la sierra de la Fatarella, donde se batió el cobre un tío mío. Nada que ver la emoción vivida en este último lugar con los interesados relatos periodísticos y partidistas que se publican y venden como rosquillas en estos años. En esos olvidados campos de batalla se siente otra cosa: un respeto enorme hacia la lucha y hacia los hombres.

Es curioso que la pista hacia esos tesoros sobre los que hace tiempo quería escribir me la haya dado la reseña de un libro sobre André Le Notre, el jardinero del Luis XIV, titulado “Los Jardines del Rey Sol”, de Ian Thompson (Belacqua). Conocí a Le Notre en la visita que hice a los jardines de Vaux le Vicomte, y al mismo palacio donde Luis XIV se lo robó al chuleta de Fouquet. Por descontado pensé que mi amigo de Barcelona sabría mucho más que yo sobre Fouquet, sobre Luis XIV y sobre toda la jardinería francesa, pero el reseñista del libro de Thompson (un tal Rubén Amón que, por cierto, escribe bastante bien) se empeñaba en relacionar los jardines de Versalles, que luego le haría Le Notre al rey, con los campos de batalla. Versalles se iba haciendo cada vez más grande, -comenta Amón-, por la celebración de las victorias militares del monarca francés, y los proyectos requerían de tal cantidad de mano de obra, que el rey la obtuvo de la soldadesca. Más de 30.000 infantes trabajaron en los jardines, y según la cita del duque de Saint-Simon (que de todas todas suena exagerada), “murieron más de ellos en las obras, por las fatigas y las fiebres, que en cualquiera de las ofensivas bélicas”.

Como mi amigo se va feliz al jardín francés para huir del actual campo de batalla español y me pide que le señale algún tesoro, al hilo de las vueltas que me dan los recuerdos me ha salido mentarle el que estuvimos buscando sin éxito en una preciosa mañana del mes de julio de hace cinco años:

Recorriendo los campos de batalla de la zona del Somme donde Ernst Jünger cayó gravemente herido en el mes de agosto de 1918, anduvimos parte de un camino entre las aldeas de Favreuil y Sapignies hasta llegar al pequeño cementerio alemán de este segundo pueblecito. Allí entre las tumbas, abrimos el libro Tempestades de Acero por la página 304 de la edición de Tusquets, y leí:

“Ni siquiera en aquella ocasión desesperada quedé abandonado; era observado por mis acompañantes, quienes pronto realizaron nuevos esfuerzos para salvarme. Junto a mí resonó la voz del cabo Hengstmann, un hombre alto y rubio, oriundo de la baja Sajonia.
-Mi alférez, voy a cargarlo sobre mis espaldas; ¡o nos abrimos paso, o quedaremos aquí tendidos!
Por desgracia no conseguimos abrirnos paso; eran demasiados los fusiles que estaban al acecho en las afueras de la aldea. Hengstmann comenzó con su carrera; yo rodeaba su cuello con mis brazos. Enseguida se inició un tiroteo; las detonaciones sonaban como en un polígono de tiro cuando se dispara contra un blanco situado a cien metros de distancia. A los pocos pasos un fino gorjeo metálico anunció una bala certera; Hengstmann cayó suavemente a tierra debajo de mí. Se derrumbó en silencio, pero sentí que la Muerte se apoderaba de él antes de que hubiese tocado el suelo. Me desasí de sus brazos, que aún me agarraban con fuerza, y vi que una bala le había atravesado el casco de acero y las sienes. Aquel valiente era hijo de de un maestro de escuela y había nacido en Setter, cerca de Hannover. Tan pronto como me fue posible caminar busqué a sus padres y les conté lo ocurrido.


Tras la emocionada lectura, Rosalía, Teresa, Elena y yo nos pusimos a buscar el nombre del cabo Hengstmann en alguna de las cruces del cementerio; pero no tuvimos suerte. En todo caso, nos fuimos bien seguros de que por allí había un tesoro. O allí, o en Favreuil.