jueves, marzo 29, 2007
AUTOCITAS
El otro día un lector se indignó mucho con un LHD, pero no tanto como para no dignarse responder; así que le dio al botón de los comentarios y me contó su indignación. Majo tío. Pero como mi blog no publica los comentarios de modo automático sino que se los envía al masterblog, se indignó un poco más y volvió a escribir al blog diciendo que quería insultarme. Y para hacerlo a su manera escogió el formato de “artículo”, es decir, escribió todo un largo texto poniéndome a caldo (o en el caldo -como a los misioneros), con la idea, quizás, de publicarlo en algún lado y ver así rebajada su indignación. Pero antes de publicarlo me pidió que le diera mi dirección de correo para enviármelo personalmente (no fue capaz de encontrarla en la página web donde siempre ha estado accesible en “mi perfil”). Un poco torpe este lector, pero buena gente.
El artículo en cuestión no me desagradó del todo. Tenía trazos gruesos y hechos con oficio, aunque en realidad era como una caricatura de esas que te hacen por la calle con la que todos se ríen mucho y te animan diciendo “hombre, algo ya te pareces”, pero en la que tú no te reconoces ni de coña.
De las cosas que me decía para hacerme más grotesco de lo que aún soy, la mayoría ya se me han olvidado, pero ha habido un rasgo que se me ha quedado dando vueltas en la cabeza: usaba una párrafo crítico de un viejo artículo mío en el que yo ridiculizaba a un arquitecto por hacer constantes citas en sus obras, para echarme en cara que yo no paro de “autocitarme”. Y algo de razón tiene en ello: en casi todos mis escritos hago referencia a escritos míos anteriores. Algo de razón tiene, digo, pero no mucha razón, porque no es lo mismo hacer referencia a escritos anteriores que citarse.
Yo no soy un pensador sistemático, pero tampoco un pensador anárquico. Para construir un sistema de pensamiento hay que levantar previamente una estructura y luego, supongo, ir colocando en ella toda su temática. O al revés, quizás: ir construyendo todas las piezas sueltas y luego montarlas con orden. El resultado lógico de esa operación, digo yo, es un libro.
Pero como decía ayer (¿ya me estoy citando?), los libros cada vez me interesan menos. Y no sólo hacerlos, sino hasta comprarlos. Últimamente pasan meses y meses sin que encuentre un libro que me interese, un libro que me enganche. Desde hace un tiempo no veo en los libros sino productos editoriales (mercancías), o productos de la vanidad del autor, lo que aún es peor. Por no hablar de los libros huecos a mayor gloria y propaganda del promotor.
El primer síntoma de esta aversión libresca lo tuve hace cinco o seis años: me pasé una mañana por la sede de la revista Archipiélago, me mostraron la estantería de novedades editoriales y me dijeron que me llevara los que quisiera, hiciese luego reseña o no. Ahhhh, ¡todos los libros a mi alcance y de gratis! ¡el sueño de mi juventud cuando no tenía un duro y me hubiera querido llevar a casa librerías enteras! Estuve un buen rato abriéndolos, leyendo las solapas y los índices, y según los cogía los iba dejando en su sitio. Ni uno; al cabo de una hora y media de mirar y rebuscar… ¡no había cogido ni uno! Recuerdo que en la comida que siguió a esa terrible decepción un buen amigo me consoló recomendándome un libro maravilloso, pero esa es otra historia que contaré otro día.
Volvamos a lo de las autocitas. Cuando uno no encuentra el libro que busca, me dijo también ese buen amigo, debe escribirlo. Y fue poco más o menos por entonces cuando me puse a ello. Con algunos de los materiales elaborados (artículos escritos por aquí y por allá) quise construir un libro y me salieron dos: “Una Voz en un Lugar”, y el “Retablo de Ambasaguas”; y cuando se lo conté a un amigo editor, le salió a él “Ciertas Cuitas sobre la Ciudad Incierta”. Y luego me puse a construir uno de la otra manera, es decir, haciendo primero la estructura y luego rellenando: y nació así el Manual de Crítica de la Arquitectura. Pero ni los primeros tenían mucha coherencia ni el segundo resultó ser lo suficientemente completo y desarrollado.
Y en estas estaba cuando descubrí el glorioso invento del “hipervínculo”, y con ello una nueva forma de pensar y de escribir. Los textos, como su mismo nombre indica, son texturas y no edificios, así que no es cosa de elaborar estructuras para luego rellenarlas, ni materiales para luego montarlos. Los escritos puede que no sean otra cosa que modestos hilillos de pensamiento que, gracias a las referencias y los hipervínculos (las autocitas) se pueden ir tejiendo con otros hilillos al mismo tiempo en que se hacen (en que se hilan). No se genera así un rígido sistema, ni un conglomerado, sino un tejido.
Puedo asegurar que para el escritor (para el pensador) es un consuelo constante saber que lo que piensa tiene un sentido (o un lugar), en la madeja de opiniones, ocurrencias, razones, vacíos u oquedades por las que puede su mente puede transitar. De lo que no estoy tan seguro es de que esa nueva manera de escribir (pensar) sea agradable y provechosa para el receptor.
La crítica del indignado lector con que abría este hilillo de pensamiento no me vale porque, según él, la había escrito para insultarme, así que me gustaría saber de otros lectores menos indignados y más críticos si esta manera de escribir es tan irritante como él decía, o es útil, o por lo menos, llevadera.
(Por cierto, a los nuevos escritos de este blog que ya no llamo LHDs, -más que nada para no creerme que se tratan de materiales con los que conformar obra alguna-, les estoy empezando a poner números para poder vincularlos en el futuro; en breve iré poniendo en la columna de la derecha su índice y sus hipervínculos)
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