martes, marzo 27, 2007

RETRATO DE LILLE



RETRATO DE LILLE

No hay como que otros escriban bien para no tener que intentarlo tú. Félix de Azúa ha publicado un instructivo artículo sobre esta ciudad francesa. Dejo aquí puesto el vínculo en el título para quien quiera acceder a él sin mayor molestia.

Y el que quiera hacer una rápida visita a la ciudad, ya sabe: google earth. Es tan fidedigno que, en la foto que tiene de la plaza Richeb, el personaje que pasea podría ser el mismísimo Félix de Azúa.

(He comprobado que picando en el titular ya no sale el artículo que aquí mencionaba así que, como es de dominio público y sigue estando en el blog de Félix de Azúa, directamente lo copio y pego:)

En el espejo de un 'goya'

En Lille se exhibe un cuadro en el que una dama se mira en el espejo sostenido por la muerte.
Apenas una hora de tren separa la Gare du Nord parisina de la ciudad de Lille, codiciada fortaleza septentrional de los estados mayores europeos desde la edad media. Los habitantes de este curioso centro urbano han sufrido todas las invasiones imaginables. Su posición estratégica (origen de su riqueza) lo hace imprescindible para cualquier asalto sobre Francia. Es también ineludible vigía de los movimientos que puedan llegar desde el Reino Unido al continente. Y la puerta que abre los tesoros almacenados en sólidos armarios e historiadas arquetas de los Países Bajos.

La ciudad es muy sugestiva para quienes hemos vivido años en Barcelona porque guarda con ella curiosas analogías, aunque tengan destinos desiguales: la una, arrasada guerra tras guerra desde los carolingios; la otra, apenas tocada por dos bombazos. A mediados del siglo XX ambas eran aún centros industriales rebozados de hollín, vencidos por la suciedad, el caos urbano, el desorden civil y la mala vida, hasta hacerlas infames para sus propios habitantes aunque pintorescas para el esteta extranjero.

Los ciudadanos de Lille odiaban los pocos edificios antiguos que aún quedaban en pie, casi todos del siglo XIX, de un modernismo pretencioso. Las guerras del duque de Borgoña, las de religión, la espada del archiduque de Austria, la pica del emperador Carlos, el sitio de Luis XIV y la tardía incorporación a la corona de Francia así como dos guerras mundiales, no habían dejado en pie ni un buzón de correos.

Stéphane Lebecq, profesor de Historia Medieval en la Universidad de Lille, lo cuenta con desgarro: cuando era niño, hacia 1960, sentía vergüenza cada vez que regresaba a su ciudad después de un verano pasado en Holanda o en Bretaña, lugares limpios, educados, adornados por monumentos intactos desde la antigüedad. En contraste, Lille era un lazareto de ladrillo rodeado por un venenoso parque industrial. Su opulenta burguesía vivía en una de las peores ciudades europeas.

Y de pronto, hacia los años 70 del siglo pasado, comienza la milagrosa recuperación de una villa medio muerta. De consuno, políticos, financieros, industriales, funcionarios y periodistas, el conjunto de poderes que construyen sociedades, se pusieron de acuerdo como solo sucede una vez cada dos siglos y sometieron al agonizante a una cura intensiva. Mediante el esfuerzo local y el apoyo central, los lugareños conseguirían la victoria definitiva en el 2004, tras situar a su ciudad como capital de la cultura europea y dar el último empujón a la tarea emprendida 30 años antes. Es una historia idéntica a la de los Juegos Olímpicos de Barcelona.

La misma política de renacimiento urbano la ha puesto en práctica Turín, otro centro industrial riquísimo, pero degradado, expoliado, leproso. Hasta el momento, el éxito ha sido notable: Turín es hoy una joya barroca. Estas curas de reanimación, sin embargo, requieren cirugía plástica muy agresiva y no se puede evitar que las ciudades resucitadas tengan un aire de familia, como esas señoras de la basura televisiva con sus labios inflados, sus pómulos mongoloides, sus pechos cerámicos y ese rictus que denuncia una insaciable frustración. De todos modos, mejor están ahora que cuando eran sucias lagartonas de greña pegada y brazos en jarras.

La actual Lille es amable, coloreada en ocre, calabaza y añil, salpicada de terrazas y con una abigarrada vida callejera en el centro peatonal. Acude mucho turista inglés, belga y holandés, lo que llena de satisfacción a los nativos y de comercios lujosos las calles. Tiene además un museo sensacional, el segundo de Francia, en donde (¡por fin hemos llegado!) figura un goya supremo.

Como si de una alegoría de la ciudad se tratara, Goya ha pintado una vanitas, género clásico en el que una dama se mira en el espejo sin percatarse de que se lo sostiene la muerte. La dama goyesca, sin embargo, es una vieja desdentada de ojos pitarrosos cuya nariz le roza la barbilla. En armonía, el espejo lo aguanta una gitana de rostro devorado por un bubón. Pero el detalle supremo es que Cronos, dios del tiempo que siempre figura en las vanitas para recordarnos que es él quien nos degüella a traición, en lugar de la clásica guadaña esgrime un escobón de cocina con el que se dispone a desnucar a la vieja coqueta. Detalle castizo, brutal, rotundo.

Confío en que el destino de las ciudades remozadas no sea morir descogotadas como conejas, pero es cierto que para mantener el tipo no basta con la cirugía. Al poco la carne se amanteca, la piel se hace pellejo, los senos se desinflan, las comisuras de la boca toman un rictus amargo. Al simulacro quirúrgico se le ha de inyectar sangre fresca, pero con cuidado: en Lille, los novedosos apósitos arquitectónicos de Koolhaas, de Nouvel, de Portzamparc añaden un muro de vidrio espectacular y dramático, como esas descomunales gafas ahumadas tras las que se ocultan las operadas para distraer del derrumbe. Como en el espejo de Goya, en lugar de disimular la cirugía, el escandaloso cristal la hace más pública y conspicua. Porque lo cierto es que ahora ese, y no el operado, es el actual centro de Lille donde hormiguea la población y no el turismo. Es su rostro auténtico, su verdad.