domingo, marzo 11, 2007

146. MAESTRO


Cuando estuvo Moneo en el Colegio de Arquitectos de Logroño para presentar el proyecto de las palazzinas, -y de eso hace ya unos años-, quiso rematar la fiesta con una cena más o menos abierta entre arquitectos por la que no tuve mayor interés. En los días siguientes, algunos de los que asistieron me contaron varias anécdotas, dimes y diretes, y esas cosas se le quedan a uno en la memoria mejor que si hubiera asistido. La que más veces he recordado fue un comentario que me hizo Pepe Garrido (y que sin embargo no me sorprendió gran cosa) sobre la fórmula y la forma de veneración con que Moneo se refirió en algún momento de la cena a la figura de Frank Lloyd Wright: lo hacía embelesado y siempre llamándole “el Maestro”.

Los libros de Historia de la Arquitectura de la segunda mitad del siglo pasado han incurrido una y otra vez en el tópico de llamar “Maestros” a la media docena de arquitectos más conocidos del “movimiento moderno”, cuando el aprendizaje y ejercicio de la arquitectura había dejado atrás, desde hace al menos un par de siglos, aquel régimen gremial en que la palabra “maestro” tenía sentido. El siglo de las luces fundó el saber y la forma de transmitirlo en la “razón” y los profesores ocuparon el lugar de los maestros (y el de los predicadores).

Profesor y profesional son palabras tan próximas que se me antojan hermanas, pero como nunca he sabido mucho (ni me he fiado) de las etimologías, también se me antojaron contradictorias porque si se trataba de hijas de la razón no me parecía muy lógico que estuvieran construidas como una proposición de “fe” (pro-fe). Un diccionario que he consultado dice que profesión viene de “profiteor” y que ese vocablo significa “declararse, ofrecerse, disponerse”, pero no me aclara gran cosa. Prefiero entender que una “profesión” es, en la evolución de la humanidad, un estadio superior a un “oficio” y que igualmente, “profesor” es el estadio superior al del maestro.

¿Por qué entonces esa manía de volver a evocar a los maestros medievales, aquellos sencillos artesanos dueños de pequeños talleres que hacían del trabajo una nueva familia y del título de maestro una nueva paternidad, convirtiéndose no pocas veces en pequeños tiranos explotadores?
Tengo pendiente desde hace muchos años la lectura de “El arquitecto: historia de una profesión”, compendio de estudios coordinado por Spiro Kostoff (ed Ensayos Arte Cátedra, 1977), y confío en que cuando lo lea encuentre algún respuesta a mis preguntas; pero por lo que llevo leído y oído de un lado y de otro parece bien cierto que mientras las Academias, los Politécnicos y las Escuelas de Artes y Oficios iban formando a los nuevos arquitectos de los dos últimos siglos, en algunos despachos de arquitectura, especialmente en los más “prestigiosos”, aún se venía practicando un régimen laboral de tipo gremial. Cuando Wright entra a trabajar en el gran despacho de Sullivan no era más que un dibujante espabilado que viene a hacer carrera en Chicago, así que bien pudo tomarlo como su “maestro”; y al despacho del reconocido “maestro” Le Corbusier” acudían los jóvenes arquitectos riquillos del mundo a esclavizarse a sus órdenes a cambio de un currículo. El caso de Moneo en España ha sido paradigmático, y las páginas de las actuales revistas de moda en arquitectura, están llenas de sus “aprendices” (“arquitectos emergentes”, les llaman: Tuñón, Mansilla, Rojo, Quemada, etc.). El título de “maestro” que ahora otorgan los Medios de Comunicación anticipándose a la historia, o mejor dicho, escribiéndola directamente, es un interesante subterfugio para mantener el paternalismo gremial y seguir explotando a los pupilos a cambio de que el maestro “se enseñe a sí mismo” y el aprendiz reciba su empujoncito de “emergencia” por el mero hecho de la proximidad al personaje.

El modelo sigue siendo tan exitoso que los propios alumnos de los centros públicos de enseñanza nos piden con frecuencia a los profesores que nos “enseñemos a nosotros mismos” es decir, que les descubramos cómo haríamos nosotros los proyectos o cómo “opinamos”, cuáles son nuestros “gustos”, etc. Ni que decir tiene lo fácil que es caer en ese juego, por lo que en esas circunstancias sí que hay que hacer verdadero ejercicio de la “fe” (y la pro-fe) en la”razón” para evitar hacer de “maestro”.

La hegemonía en el uso del término “profesor” frente al de “maestro” pudo tener que ver con humillación de los profesores de las primeras letras, es decir, los que se quedaron con el título de “maestros” (de escuela), unos personajes por los que todos hemos acabado teniendo sentimientos prácticamente filiales. Así que se nos hace muy duro cargar contra un término tan querido. De todos modos, creo que debemos convenir en que el magisterio sólo será respetable cuando evite la dependencia emocional y se aleje de la predicación de unas verdades (con minúsculas) que sólo tienen que ver con la personalidad del propio “maestro”; es decir, del santo, o del predicador. Algo que seguramente hacen ahora mucho mejor los maestros (de escuela) que los profesores (de universidad).