jueves, marzo 08, 2007

144. MOLEZUN




El 4 de marzo Arcadi Espada colgó en su blog el prólogo de Miguel de Unamuno a la segunda edición del “Abel Sánchez” y me pareció que lo hacía porque, aunque estaba escrito en 1928 y el estilo era inconfundible, la descripción de la envidia como pecado capital de los españoles sigue plenamente vigente. Lo leí en un descanso de otra lectura algo más extensa, la del catálogo de la obra de Ramón Vázquez Molezún que había comprado recientemente en la exposición itinerante que sobre su obra está durante un par de meses (¡qué lujo!) en el Colegio de Arquitectos de La Rioja; e irritado como estaba por el sesgo del libro y de la exposición, tendentes a hacer de Molezún un santo, me empecé a preguntar si el pecado de la envidia tiene alguna conexión directa con el vicio de la santificación.

Hay una frase magnífica en el texto de Unamuno sobre los envidiosos a quienes tilda de “revolverse contra toda natural superioridad”. Es bien cierto que unos hombres son más hábiles que otros, más listos, más guapos, más ricos, mejores escritores, más creativos, etc. y que el tonto, el feo, el pobre, el torpe, el falto de imaginación, etc., hace de ello ofensa continua hacia su persona y oculta declaración de guerra. Esa es la envidia.

Pero también es cierto que el descubrimiento de esa diferencia opera en muchas otras ocasiones en la dirección contraria dando pie a la adulación, la mitomanía, la beatificación, y todo tipo de ensalzamiento; así que me planteo si ambas reacciones no son sino la cara y cruz de la misma moneda.

A falta de construir o desarrollar argumentos que las conecten, lo único que puedo decir de mi experiencia personal o de mis sentimientos más inmediatos es que ambas actitudes me causan una repugnancia semejante. Y ello seguramente se deba al hecho de que mientras no sólo acepto, sino que proclamo, la natural diferencia de los actos de los seres humanos, no puedo sino rechazar que a causa de unas habilidades concretas o unas circunstancias favorables, unos seres humanos se conviertan en seres de una categoría superior a otros.

Aún más: el rechazo visceral al enfoque de la exposición y del libro de Molezún (el rechazo a todas y cada una de las exposiciones que se hacen en el mismo sentido), que muy a gusto pudiera ponerme a ridiculizar señalando todos sus tics y poniendo a caldo a todos sus responsables (empezando por el propio “comisario” de la misma) me ha llevado en esta ocasión a hacerme también el planteamiento opuesto al que he señalado más arriba, es decir, a pensar si ese rechazo pudiera tener algo que ver con algún tipo de envidia escondida en mi ser que no hubiera yo detectado. ¿Me ofenden las habilidades de Molezún, tantas veces repetidas en el librito de marras? ¿me ofende el no ser tan moderno, tan alegre, tan majo, tan ligón, tan exitoso, etc. y por ello le declaro ocultamente una guerra personal? ¿o me ofende acaso el éxito del “comisario” al que le entregan, llaman y pagan para echar incienso al ya consagrado, prestigioso y reconocido arquitecto, y por eso también le declaro mi odio y mi guerra?

No puedo estar seguro de lo insano o lo oscuro que puede haber en mis sentimientos, porque doy por hecho que los sentimientos son siempre oscuros. Lo único que puedo hacer es sacarlos a la luz para aclararlos un poco, aunque me cueste el escarnio o el desdén de mis, así llamados, “compañeros”.
El caso es que desgraciadamente casi siempre me pasa lo mismo. Voy ilusionado a encontrar algún tipo de belleza arquitectónica en una exposición o en un libro, y me doy siempre de bruces contra la misma beatería que tanto aborrezco: el santo Molezún evocado como un Alvar Aalto español, con su barca y su casita al borde del agua, consagrado una y otra vez a la modernidad, lo moderno, lo novedoso, lo prestigiado por el estilo internacional, funcional, vanguardista, contra-clasicista, haciéndolo todo bien, en la línea de Mies, de Wright o de los rusos, tanto da, en Madrid, como en La Coruña o en Marbella. Es insoportable. Es lo de siempre.

Pero lo más curioso en esta ocasión es que, rizando el rizo, la última imagen de la exposición, (colocada con todo lujo de iluminación trasera, marcos y maquetas alrededor) y la primera del libro es la de un proyecto de Museo de Arte Contemporáneo para la Castellana que espanta con sólo imaginarlo construido. ¿Se puede ser tan meapilas y tan acrítico, se puede estar tan anestesiado por el incienso generalizado de la puesta en escena, como para no ver que ese proyecto es un disparate mayúsculo del que hasta el propio autor seguro que se arrepentiría de no mediar tanta alabanza y tanto pábulo a su persona?

Item más. Si me compré el libro fue porque entre la página 139 y 147 se da un listado de 238 obras de Molezún (ahí es nada) de las que en la exposición no hay más que media docena, y en el libro, dos docenas. La obra de Molezún, proclamo, son esas 238 obras del “legado” (y todo lo que no estará en el “legado”, claro) y no la selección de unos beatos. La dimensión de un hombre está en sus logros y en sus miserias, no en el juicio de la historia.

Concluyo: nada me gustaría más que saber que estoy libre de envidia para poder pedir públicamente un “¡basta ya de santos y de predicadores en la arquitectura!”.